jueves, 29 de abril de 2021

Leyendo el caliz de fuego, capítulo 13

 Ojoloco Moody:


Harry sonrió a la almohada, contento de que Ron no pudiera ver lo que él veía.

— Así termina — dijo Sinistra. — Y el siguiente se titula: Ojoloco Moody.

— Sí, creo que nos da tiempo a leer uno más antes de dar por terminado el día — dijo Dumbledore, pensativo. — Este será el último de hoy. ¿Algún voluntario?

Una docena de miradas cayeron directamente sobre Moody, como si el hecho de que el capítulo llevara su nombre fuera una especie de señal. Sin embargo, la forma en la que se acomodó en el asiento y cruzó los brazos le dejó claro a todo el mundo que no tenía ninguna intención de leer ese capítulo.

— Vamos, Alastor — dijo Dumbledore, cuyos ojos brillaban. — ¿No crees que puede ser divertido?

— No.

Pero el director no se rindió.

— Como nadie se ofrece voluntario, tendré que elegir a alguien… — dijo, con la mirada fija en Moody.

— Maldito seas, Albus — gruñó Moody, poniéndose en pie y soltando un par de improperios de camino al atril. — Me debes una después de esto.

Dumbledore no parecía preocupado en absoluto. La gente observaba el intercambio con curiosidad, y con más curiosidad aún miraban a Moody, cuya pata de palo hacía sonar un golpe seco con cada paso.

Moody llegó a la tarima y tomó el libro que la profesora Sinistra había dejado atrás. Sin más preámbulo, empezó a leer:

A la mañana siguiente la tormenta se había ido a otra parte, aunque el techo del Gran Comedor seguía teniendo un aspecto muy triste. Durante el desayuno, unas nubes enormes del color gris del peltre se arremolinaban sobre las cabezas de los alumnos, mientras Harry, Ron y Hermione examinaban sus nuevos horarios. Unos asientos más allá, Fred, George y Lee Jordan discurrían métodos mágicos de envejecerse y engañar al juez para poder participar en el Torneo de los tres magos.

La señora Weasley frunció el ceño al oír eso. Fred, George y Lee, sin embargo, no parecieron muy animados al recordar aquella conversación.

Hoy no está mal: fuera toda la mañana —dijo Ron pasando el dedo por la columna del lunes de su horario—. Herbología con los de Hufflepuff y Cuidado de Criaturas Mágicas... ¡Maldita sea!, seguimos teniéndola con los de Slytherin...

— Tendrían que dejar de obligar a los Gryffindor a tener clases con los Slytherin — se quejó McLaggen. — Todos viviríamos más felices.

Varias personas le dieron la razón. La profesora McGonagall, por otro lado, le lanzó una mirada severa.

— Precisamente. Uno de los objetivos de que las casas trabajen juntas es promover la unión entre ellas.

— Pues no funciona muy bien — murmuró Ron, para que solo Harry, Hermione y Ginny lo escucharan.

Y esta tarde dos horas de Adivinación —gruñó Harry, observando el horario. Adivinación era su materia menos apreciada, aparte de Pociones. La profesora Trelawney siempre estaba prediciendo la muerte de Harry, cosa que a él no le hacía ni pizca de gracia.

— Hombre, normal — bufó Dean.

La profesora Trelawney no dijo nada, aunque a Harry le pareció que evitaba cruzar miradas con él.

Tendríais que haber abandonado esa asignatura como hice yo —dijo Hermione con énfasis, untando mantequilla en la tostada—. De esa manera estudiaríais algo sensato como Aritmancia.

Se oyeron murmullos.

— Aún me cuesta creer que Granger abandonara Adivinación de esa manera — dijo una chica de sexto.

Estás volviendo a comer, según veo —dijo Ron, mirando a Hermione y las generosas cantidades de mermelada que añadía a su tostada, encima de la mantequilla.

He llegado a la conclusión de que hay mejores medios de hacer campaña por los derechos de los elfos —repuso Hermione con altivez.

Sí... y además tenías hambre —comentó Ron, sonriendo.

— Exacto — dijo Fred, al tiempo que se escuchaban risitas en gran parte del comedor.

Hermione frunció el ceño, pero antes de que dijera nada, Luna habló:

—Es bonito lo mucho que te preocupas por ella — dijo, dirigiéndose directamente a Ron.

— ¿Preocuparse? Si se estaba burlando — bufó Seamus.

Luna lo miró fijamente, haciendo que Seamus se sintiera incómodo.

— Harry también estaba allí, pero fue Ron quien notó que Hermione había vuelto a comer — dijo, como si estuviera explicando algo muy obvio. — Debió preocuparle mucho que se negara a cenar la noche anterior.

— Estás viendo cosas donde no las hay — se quejó una chica de Ravenclaw, también de cuarto.

Luna se encogió de hombros.

— Estoy acostumbrada a que me digan eso.

Como no añadió nada más (y Ron tenía la vista fija en el libro para no cruzar miradas con Hermione, que volvía a tener una expresión extraña en el rostro), Moody siguió leyendo.

De repente oyeron sobre ellos un batir de alas, y un centenar de lechuzas entró volando a través de los ventanales abiertos. Llevaban el correo matutino. Instintivamente, Harry alzó la vista, pero no vio ni una mancha blanca entre la masa parda y gris.

— ¿Es que Hedwig es la única lechuza blanca? — preguntó una niña de primero con tono escéptico.

— Yo juraría que he visto más lechuzas blancas — replicó un amigo suyo.

— Claro que las hay, pero se ve que ese día no volaba ninguna — dijo Ernie.

Las lechuzas volaron alrededor de las mesas, buscando a las personas a las que iban dirigidas las cartas y paquetes que transportaban. Un cárabo grande se acercó a Neville Longbottom y dejó caer un paquete sobre su regazo. A Neville casi siempre se le olvidaba algo.

Se oyeron risitas y Neville hizo una mueca.

Al otro lado del Gran Comedor, el búho de Draco Malfoy se posó sobre su hombro, llevándole lo que parecía su acostumbrado suplemento de dulces y pasteles procedentes de su casa.

Harry miró a Malfoy, que sonreía.

— Se nota la envidia — fue Pansy la que habló, con la vista fija en Harry, que no respondió.

Tratando de olvidar el nudo en el estómago provocado por la desilusión, Harry volvió a sus gachas de avena. ¿Era posible que le hubiera sucedido algo a Hedwig y que Sirius no hubiera llegado a recibir la carta?

— Siempre piensas lo peor — se quejó Sirius.

— ¿Y te extraña? — replicó Tonks antes de que Harry pudiera hacerlo. — Lo han intentado matar cada año desde que llegó a Hogwarts. Yo también asumiría lo peor en su lugar.

Sus preocupaciones le duraron todo el recorrido a través del embarrado camino que llevaba al Invernadero 3; pero, una vez en él, la profesora Sprout lo distrajo de ellas al mostrar a la clase las plantas más feas que Harry había visto nunca.

— ¿Más feas que las mandrágoras? — preguntó una chica de tercero.

— Mucho más — contestó Harry.

Desde luego, no parecían tanto plantas como gruesas y negras babosas gigantes que salieran verticalmente de la tierra.

— Bubotubérculos — murmuró Neville.

Todas estaban algo retorcidas, y tenían una serie de bultos grandes y brillantes que parecían llenos de líquido.

Algunos de los alumnos más jóvenes escuchaban la descripción con caras de asco. Los mayores, que ya habían tenido que trabajar con ellas, tenían expresiones de resignación.

Son bubotubérculos —les dijo con énfasis la profesora Sprout—. Hay que exprimirlas, para recoger el pus...

¿El qué? —preguntó Seamus Finnigan, con asco.

— Todos somos Seamus — dijo Lee Jordan con una mueca.

Varias personas asintieron. Seamus sonrió.

El pus, Finnigan, el pus —dijo la profesora Sprout—. Es extremadamente útil, así que espero que no se pierda nada. Como decía, recogeréis el pus en estas botellas. Tenéis que poneros los guantes de piel de dragón, porque el pus de un bubotubérculo puede tener efectos bastante molestos en la piel cuando no está diluido.

Exprimir los bubotubérculos resultaba desagradable, pero curiosamente satisfactorio.

— Es como explotar un grano, entonces — dijo Romilda Vane.

A Harry le sorprendió que varios alumnos le dieran la razón. A él no le parecía especialmente satisfactorio explotar granos… aunque también era cierto que él no tenía ninguno, así que tampoco tenía experiencia en ello, pero la idea le resultaba un poco desagradable.

Cada vez que se reventaba uno de los bultos, salía de golpe un líquido espeso de color amarillo verdoso que olía intensamente a petróleo. Lo fueron introduciendo en las botellas, tal como les había indicado la profesora Sprout, y al final de la clase habían recogido varios litros.

Resultaba extraño escuchar a Moody leer sobre pus de bubotubérculo.

La señora Pomfrey se pondrá muy contenta —comentó la profesora Sprout, tapando con un corcho la última botella—. El pus de bubotubérculo es un remedio excelente para las formas más persistentes de acné. Les evitaría a los estudiantes tener que recurrir a ciertas medidas desesperadas para librarse de los granos.

— Qué irónico — dijo Jack Sloper. — Que parezca un grano y sirva para quitar los granos.

Como la pobre Eloise Midgen —dijo Hannah Abbott, alumna de Hufflepuff, en voz muy baja—. Intentó quitárselos mediante una maldición.

Un montón de gente se giró para mirar a Eloise, que se puso roja como un tomate.

Una chica bastante tonta —afirmó la profesora Sprout, moviendo la cabeza—. Pero al final la señora Pomfrey consiguió ponerle la nariz donde la tenía.

La pobre chica parecía estar muriéndose de la vergüenza. Por suerte, las risitas cesaron pronto.

El insistente repicar de una campana procedente del castillo resonó en los húmedos terrenos del colegio, señalando que la clase había finalizado, y el grupo de alumnos se dividió: los de Hufflepuff subieron al aula de Transformaciones, y los de Gryffindor se encaminaron en sentido contrario, bajando por la explanada, hacia la pequeña cabaña de madera de Hagrid, que se alzaba en el mismo borde del bosque prohibido.

Hagrid sonrió.

— Recuerdo la clase de aquel día. No estuvo nada mal — dijo orgullosamente.

Nadie se atrevió a llevarle la contraria.

Hagrid los estaba esperando de pie, fuera de la cabaña, con una mano puesta en el collar de Fang, su enorme perro jabalinero de color negro. En el suelo, a sus pies, había varias cajas de madera abiertas, y Fang gimoteaba y tiraba del collar, ansioso por investigar el contenido. Al acercarse, un traqueteo llegó a sus oídos, acompañado de lo que parecían pequeños estallidos.

¡Buenas! —saludó Hagrid, sonriendo a Harry, Ron y Hermione—. Será mejor que esperemos a los de Slytherin, que no querrán perderse esto: ¡escregutos de cola explosiva!

— ¿Qué son? — preguntó una chica de segundo.

— Demonios — replicó Dean.

Hagrid hizo un gesto quitándole importancia.

— Son un poco endemoniados, sí, pero si los pillas bien son bastante dóciles.

Harry no estaba nada de acuerdo, pero prefirió callarse para no herir los sentimientos de Hagrid.

¿Cómo? —preguntó Ron. Hagrid señaló las cajas.

¡Ay! —chilló Lavender Brown, dando un salto hacia atrás.

En opinión de Harry, la interjección «ay» daba cabal idea de lo que eran los escregutos de cola explosiva.

— Sí, la verdad es que lo define bien — dijo Parvati con una mueca.

Parecían langostas deformes de unos quince centímetros de largo, sin caparazón, horriblemente pálidas y de aspecto viscoso, con patitas que les salían de sitios muy raros y sin cabeza visible.

Harry casi se echó a reír al ver las expresiones de horror de aquellos alumnos que jamás habían tenido que lidiar con los escregutos en clase.

— ¿Eso existe? — preguntó un chico de segundo con voz muy aguda.

— Por desgracia sí — replicó Ron.

En cada caja debía de haber cien, que se movían unos encima de otros y chocaban a ciegas contra las paredes. Despedían un intenso olor a pescado podrido. De vez en cuando saltaban chispas de la cola de un escreguto que, haciendo un suave «¡fut!», salía despedido a un palmo de distancia.

De entre todas, la mueca horrorizada de Umbridge era la que más gracia le hacía a Harry.

Recién nacidos —dijo con orgullo Hagrid—, para que podáis criarlos vosotros mismos. ¡He pensado que puede ser un pequeño proyecto!

— Yo diría que criar langostas asesinas es un proyecto bastante grande — dijo Sirius.

— No son asesinas — replicó Hagrid rápidamente, lanzándole una mirada de soslayo a Umbridge. — Como he dicho, pueden ser criaturas muy dóciles…

¿Y por qué tenemos que criarlos? —preguntó una voz fría.

Acababan de llegar los de Slytherin. El que había hablado era Draco Malfoy. Crabbe y Goyle le reían la gracia.

— Como siempre — dijo Angelina, rodando los ojos. — Ni siquiera era un comentario gracioso.

Crabbe y Goyle la miraron mal. Malfoy, sin embargo, mantuvo la vista fija en el libro. A Harry le pareció que estaba algo más pálido de lo usual, pero no podía estar seguro. Quizá solo fuera un efecto de la luz.

Hagrid se quedó perplejo ante la pregunta.

Sí, ¿qué hacen? —insistió Malfoy—. ¿Para qué sirven?

Hagrid abrió la boca, según parecía haciendo un considerable esfuerzo para pensar. Hubo una pausa que duró unos segundos, al cabo de la cual dijo bruscamente:

Eso lo sabrás en la próxima clase, Malfoy. Hoy sólo tienes que darles de comer.

— O sea, que no sirven para nada — dijo Nott. — Genial — añadió en tono irónico.

— Todas las criaturas sirven para algo — replicó Hagrid en tono cortante. — Que no se me ocurriera nada en ese momento no significa…

Pero Nott ya no estaba interesado en lo que decía Hagrid. Tras rodar los ojos, había vuelto a concentrar su atención en Moody, que siguió leyendo.

Pero tendréis que probar con diferentes cosas. Nunca he tenido escregutos, y no estoy seguro de qué les gusta. He traído huevos de hormiga, hígado de rana y trozos de culebra. Probad con un poco de cada.

Primero el pus y ahora esto —murmuró Seamus.

Era exactamente lo mismo que muchos estaban pensando.

— Todos somos Seamus — repitió Lee con una mueca.

Nada salvo el profundo afecto que le tenían a Hagrid podría haber convencido a Harry, Ron y Hermione de coger puñados de hígado despachurrado de rana y tratar de tentar con él a los escregutos de cola explosiva.

Hagrid les agradeció con la mirada.

A Harry no se le iba de la cabeza la idea de que aquello era completamente absurdo, porque los escregutos ni siquiera parecían tener boca.

— Qué mal rollo — se quejó Wood.

¡Ay! —gritó Dean Thomas, unos diez minutos después—. ¡Me ha hecho daño!

Hagrid, nervioso, corrió hacia él.

¡Le ha estallado la cola y me ha quemado! —explicó Dean enfadado, mostrándole a Hagrid la mano enrojecida.

— Eso dolió — gruñó Dean.

¡Ah, sí, eso puede pasar cuando explotan! —dijo Hagrid, asintiendo con la cabeza.

¡Ay! —exclamó de nuevo Lavender Brown—. Hagrid, ¿para qué hacemos esto?

— Para perder el tiempo — se respondió Lavender a sí misma en voz baja.

Harry frunció el ceño y decidió ignorarla.

Bueno, algunos tienen aguijón —repuso con entusiasmo Hagrid (Lavender se apresuró a retirar la mano de la caja).

— Obviamente — esta vez, Lavender sí habló en voz alta.

Nadie la juzgó por apartar la mano, ni siquiera Hagrid.

Probablemente son los machos... Las hembras tienen en la barriga una especie de cosa succionadora... creo que es para chupar sangre.

Ahora ya comprendo por qué estamos intentando criarlos —dijo Malfoy sarcásticamente—. ¿Quién no querría tener una mascota capaz de quemarlo, aguijonearlo y chuparle la sangre al mismo tiempo?

Se oyeron risitas. Harry jamás lo admitiría en voz alta, pero incluso él le veía la gracia a ese comentario… si no hubiera estado dirigido contra Hagrid, claro.

El que no sean muy agradables no quiere decir que no sean útiles —replicó Hermione con brusquedad—. La sangre de dragón es increíblemente útil por sus propiedades mágicas, aunque nadie querría tener un dragón como mascota, ¿no?

— Hagrid sí — respondieron Fred y George a la vez. Hagrid sonrió.

— Y Charlie — añadió Bill.

Charlie no lo negó.

Harry y Ron sonrieron mirando a Hagrid, quien también les dirigió disimuladamente una sonrisa tras su poblada barba. Nada le hubiera gustado más a Hagrid que tener como mascota un dragón, como sabían muy bien Harry, Ron y Hermione: cuando ellos estaban en primer curso, Hagrid había poseído durante un breve período un fiero ridgeback noruego al que llamaba Norberto. Sencillamente, Hagrid tenía debilidad por las criaturas monstruosas: cuanto más peligrosas, mejor.

— Y no te olvides de Aragog — dijo Ron, estremeciéndose.

— Y de Fluffy — añadió Neville.

Bueno, al menos los escregutos son pequeños —comentó Ron una hora más tarde, mientras regresaban al castillo para comer.

Lo son ahora —repuso Hermione, exasperada—. Cuando Hagrid haya averiguado lo que comen, me temo que pueden hacerse de dos metros.

— Ojalá me hubiera equivocado — murmuró Hermione.

— Por desgracia, nunca te equivocas — replicó Ron con una mueca.

Bueno, no importará mucho si resulta que curan el mareo o algo, ¿no? —dijo Ron con una sonrisa pícara.

Sabes bien que eso sólo lo dije para que Malfoy se callara —contestó Hermione—. Pero la verdad es que sospecho que tiene razón. Lo mejor que se podría hacer con ellos es pisarlos antes de que nos empiecen a atacar.

Malfoy miró a Hermione con sorna, y ella hizo uso de toda su paciencia para no replicarle algo cortante. Hagrid, por otro lado, pareció algo apenado al leer la opinión real de Hermione.

Se sentaron a la mesa de Gryffindor y se sirvieron patatas y chuletas de cordero. Hermione empezó a comer tan rápido que Harry y Ron se quedaron mirándola.

Eh... ¿se trata de la nueva estrategia de campaña por los derechos de los elfos? —le preguntó Ron—. ¿Intentas vomitar?

Muchos la miraron con preocupación. Ella rodó los ojos e ignoró a todo el mundo.

No —respondió Hermione con toda la elegancia que le fue posible teniendo la boca llena de coles de Bruselas—. Sólo quiero ir a la biblioteca.

¿Qué? —exclamó Ron sin dar crédito a sus oídos—. Hermione, ¡hoy es el primer día del curso! ¡Todavía no nos han puesto deberes!

Toda la preocupación se convirtió en horror. Los gemelos parecían especialmente disgustados.

— Ir a la biblioteca el primer día de clases debería estar prohibido — se quejó Fred.

Hermione no le hizo ni caso.

Hermione se encogió de hombros y siguió engullendo la comida como si no hubiera probado bocado en varios días. Luego se puso en pie de un salto, les dijo «¡Os veré en la cena!» y salió a toda velocidad.

Cuando sonó la campana para anunciar el comienzo de las clases de la tarde, Harry y Ron se encaminaron hacia la torre norte, en la que, al final de una estrecha escalera de caracol, una escala plateada ascendía hasta una trampilla circular que había en el techo, por la que se entraba en el aula donde vivía la profesora Trelawney.

— ¿Vamos a leer la clase de Adivinación? — preguntó Zacharias Smith. — ¿Otra vez?

— Bueno, es una lección diferente — respondió Anthony Goldstein como si estuviera hablando con alguien un poco corto. — Pero siempre puedes echarte una siesta mientras los demás leemos.

Zacharias le lanzó una mirada asesina. Harry estaba muy sorprendido: no sabía que esos dos tuvieran una mala relación.

Al acercarse a la trampilla recibieron el impacto de un familiar perfume dulzón que emanaba de la hoguera de la chimenea. Como siempre, todas las cortinas estaban corridas. El aula, de forma circular, se hallaba bañada en una luz tenue y rojiza que provenía de numerosas lámparas tapadas con bufandas y pañoletas. Harry y Ron caminaron entre los sillones tapizados con tela de colores, ya ocupados, y los cojines que abarrotaban la habitación, y se sentaron a la misma mesa camilla.

Buenos días —dijo la tenue voz de la profesora Trelawney justo a la espalda de Harry, que dio un respingo.

La profesora Trelawney pareció alegrarse al leer eso y Harry se preguntó si practicaba sus entradas para sorprender a los alumnos a propósito.

Conociéndola, seguramente así era.

Era una mujer sumamente delgada, con unas gafas enormes que hacían parecer sus ojos excesivamente grandes para la cara, y miraba a Harry con la misma trágica expresión que adoptaba cada vez que lo veía. La acostumbrada abundancia de abalorios, cadenas y pulseras brillaba sobre su persona a la luz de la hoguera.

— Tiene que ser agobiante que siempre te miren como si estuvieras a punto de morir — dijo Hannah Abbott.

— Lo es — replicó Harry.

Si la profesora Trelawney los escuchó, fingió no hacerlo.

Estás preocupado, querido mío —le dijo a Harry en tono lúgubre—. Mi ojo interior puede ver por detrás de tu valeroso rostro la atribulada alma que habita dentro. Y lamento decirte que tus preocupaciones no carecen de motivo. Veo ante ti tiempos difíciles... muy difíciles... Presiento que eso que temes realmente ocurrirá... y quizá antes de lo que crees...

— ¿Qué temías? — preguntó Lavender con tono serio.

— Que a Sirius le hubiera pasado algo, pero, como puedes ver aquí sigue, de una pieza — replicó Harry, quizá con algo más de fuerza de la que debería. Lavender pareció molesta.

La voz se convirtió en un susurro. Ron miró a Harry, y éste le devolvió la mirada muy fríamente. La profesora Trelawney los dejó y fue a sentarse en un sillón grande de orejas ante el fuego, de cara a la clase. Lavender Brown y Parvati Patil, que admiraban intensamente a la profesora Trelawney, estaban sentadas sobre cojines muy cerca de ella.

Lavender seguía molesta y una prueba de ello era que no reaccionó en absoluto al oír su nombre.

Queridos míos, ha llegado la hora de mirar las estrellas —dijo—: los movimientos de los planetas y los misteriosos prodigios que revelan tan sólo a aquellos capaces de comprender los pasos de su danza celestial. El destino humano puede descifrarse en los rayos planetarios, que se entrecruzan...

Pero los pensamientos de Harry se habían lanzado a vagar.

Curiosamente, lo mismo sucedía en el presente. Harry supuso que daba igual quién leyera los discursitos de Trelawney: ni siquiera la voz ronca de Moody podía hacerlos más interesantes.

Aquel fuego perfumado siempre conseguía adormecerlo y atontarlo, y las divagaciones de la profesora Trelawney nunca lograban lo que se dice encandilarlo... aunque en aquel momento no podía dejar de pensar en lo que ella le acababa de decir: «Presiento que eso que temes realmente ocurrirá...»

— Quizá, Sybill — dijo la profesora McGonagall. — Sería más adecuado no hacer ese tipo de comentarios a un alumno en su primer día de clases. Sobre todo si pretendes que se concentre en la lección.

— No puedo evitar compartir las cosas que veo, Minerva — respondió la profesora Trelawney tajantemente, dándose importancia.

Pero Hermione tenía razón, pensó Harry de mal talante: la profesora Trelawney no era más que un fraude.

La expresión orgullosa de Trelawney se cayó en un instante.

— Pero querido, ¿acaso habías olvidado que hice una profecía delante de ti? — preguntó.

Harry hizo una mueca y se encogió de hombros. Apartó la mirada tan rápido como pudo, muy incómodo.

En aquel momento no había nada que él temiera, en absoluto... bueno, salvo que se tuvieran en cuenta los temores de que hubieran atrapado a Sirius. Pero ¿qué sabía la profesora Trelawney? Hacía mucho que había llegado a la conclusión de que su don adivinatorio no era nada más que aprovechar las casualidades y echarle mucho misterio a la cosa.

Varias personas murmuraron su acuerdo. Sin embargo, todos tenían presente aquella profecía real… Después de todo, el pensadero había demostrado que sucedió de verdad.

Excepto, claro está, aquella vez al final del último curso, cuando predijo que Voldemort se alzaría de nuevo. El mismo Dumbledore dijo que aquel trance le parecía auténtico, después de que Harry se lo describió...

¡Harry! —susurró Ron.

¿Qué?

Harry miró a su alrededor. Toda la clase se estaba fijando en él. Se sentó más tieso. Había estado a punto de dormirse, entre el calor y sus pensamientos.

— Lo dicho — insistió McGonagall. — Lo peor que le puedes decir a un alumno para que se concentre en clase es que sus peores temores se van a cumplir.

— Tomo nota — dijo Trelawney, aunque Harry estaba seguro de que nada le impediría seguir haciéndole ese tipo de comentarios.

La señora Weasley le lanzaba miradas de enfado a la profesora, pero ésta ni se inmutó.

Estaba diciendo, querido mío, que tú naciste claramente bajo la torva influencia de Saturno —dijo la profesora Trelawney con una leve nota de resentimiento en la voz ante el hecho de que Harry no hubiera estado pendiente de sus palabras.

Perdón, ¿nací bajo qué? —preguntó Harry.

Se escucharon risitas a lo largo de todo el comedor. La profesora Trelawney tenía el ceño fruncido.

Saturno, querido mío, ¡el planeta Saturno! —repitió la profesora Trelawney, decididamente irritada porque Harry no parecía impresionado por esta noticia—. Estaba diciendo que Saturno se hallaba seguramente en posición dominante en el momento de tu nacimiento: tu pelo oscuro, tu estatura exigua, las trágicas pérdidas que sufriste tan temprano en la vida... Creo que no me equivoco al pensar, querido mío, que naciste justo a mitad del invierno, ¿no es así?

No —contestó Harry—. Nací en julio.

Sin poder evitarlo, medio comedor se echó a reír, sin saber que el ambiente era muy diferente en otro lugar del castillo.

En un aula apartada, donde las pocas personas que se encontraban allí llevaban puestas unas túnicas negras con capucha, una voz dijo:

— ¿Crees que dijo eso porque notó…?

— ¿Su alma? — respondió la otra persona. — Puede ser. Voldemort nació en invierno, ¿verdad?

— En diciembre — confirmó otra voz. — Y lo del pelo oscuro, las pérdidas trágicas tan temprano en la vida… Todo encaja.

Se hizo el silencio.

— A veces la profesora Trelawney me da miedo — musitó alguien finalmente.

En el comedor, la lectura continuaba con normalidad.

Ron se apresuró a convertir su risa en una áspera tos.

— No coló — le dijo Harry. Ron no pareció preocupado.

Media hora después la profesora Trelawney le dio a cada alumno un complicado mapa circular, con el que intentaron averiguar la posición de cada uno de los planetas en el momento de su nacimiento. Era un trabajo pesado, que requería mucha consulta de tablas horarias y cálculo de ángulos.

A mí me salen dos Neptunos —dijo Harry después de un rato, observando con el entrecejo fruncido su trozo de pergamino—. No puede estar bien, ¿verdad?

— Obviamente no — respondió Ginny con una risita.

— Ahora es cuando resulta que se ha descubierto un segundo Neptuno y tienes que retirar eso — bromeó Harry.

— Dudo mucho que así sea — dijo Ginny.

Aaaaaah —dijo Ron, imitando el tenue tono de la profesora Trelawney—,cuando aparecen en el cielo dos Neptunos es un indicio infalible de que va a nacer un enano con gafas, Harry...

Gran parte del alumnado se echó a reír y, de hecho, Harry vio a un par de profesores tratando de disimular bastante mal una risita.

Seamus y Dean, que trabajaban cerca de ellos, se rieron con fuerza, aunque no lo bastante para amortiguar los emocionados chillidos de Lavender Brown.

¡Profesora, mire! ¡He encontrado un planeta desconocido!, ¿qué es, profesora?

Es Urano, querida mía —le dijo la profesora Trelawney mirando el mapa.

Muchos rieron y Lavender se puso muy roja.

¿Puedo echarle yo también un vistazo a tu Urano, Lavender? —preguntó Ron con sorna.

Las risas aumentaron. Lavender y Parvati no parecían muy contentas.

Desgraciadamente, la profesora Trelawney lo oyó, y seguramente fue ése el motivo de que les pusiera tanto trabajo al final de la clase.

A juzgar por la cara de la profesora Trelawney, sí que había sido ese el motivo.

Un análisis detallado de la manera en que os afectarán los movimientos planetarios durante el próximo mes, con referencias a vuestro mapa personal —dijo en un tono duro que recordaba más al de la profesora McGonagall que al suyo propio—. ¡Quiero que me lo entreguéis el próximo lunes, y no admito excusas!

¡Rata vieja! —se quejó Ron con amargura mientras descendían la escalera con todos los demás de regreso al Gran Comedor, para la cena—. Eso nos llevará todo el fin de semana, ya verás.

— ¿Rata vieja? — repitió la profesora Trelawney, indignada. — Limpiará usted todas las tazas de té que usemos en clase a partir de ahora, Weasley.

Sabiendo que se lo había ganado, Ron asintió, de mal humor. La señora Weasley se inclinó para regañarle en voz baja, haciendo que Ron se pusiera todavía de peor humor.

¿Muchos deberes? —les preguntó muy alegre Hermione, al alcanzarlos—. ¡La profesora Vector no nos ha puesto nada!

Bien, ¡bravo por la profesora Vector! —dijo Ron, de mal humor.

La profesora Vector arqueó una ceja al escuchar eso, pero no dijo nada.

Llegaron al vestíbulo, abarrotado ya de gente que hacía cola para entrar a cenar. Acababan de ponerse en la cola cuando oyeron una voz estridente a sus espaldas:

¡Weasley! ¡Eh, Weasley!

Harry, Ron y Hermione se volvieron. Malfoy, Crabbe y Goyle estaban ante ellos, muy contentos por algún motivo.

— Eso no es bueno — murmuró Katie Bell.

¿Qué? —contestó Ron lacónicamente.

¡Tu padre ha salido en el periódico, Weasley! —anunció Malfoy, blandiendo un ejemplar de El Profeta y hablando muy alto, para que todos cuantos abarrotaban el vestíbulo pudieran oírlo—. ¡Escucha esto!

El señor Weasley se removió en su asiento, visiblemente incómodo.

MÁS ERRORES EN EL MINISTERIO DE MAGIA

Parece que los problemas del Ministerio de Magia no se acaban, escribe Rita Skeeter, nuestra enviada especial.

— Entonces seguro que era mentira — dijo Sirius en voz alta. — Nada de lo que escriba esa mujer merece la pena.

Lupin y Tonks le dieron la razón.

Muy cuestionados últimamente por la falta de seguridad evidenciada en los Mundiales de Quidditch, y aún incapaces de explicar la desaparición de una de sus brujas, los funcionarios del Ministerio se vieron inmersos ayer en otra situación embarazosa a causa de la actuación de Arnold Weasley, del Departamento Contra el Uso Incorrecto de los Objetos Muggles.

— ¿Arnold? — se oyó repetir a un chico de tercero. — ¿No se llamaba Arthur?

No era el único que parecía confuso.

Malfoy levantó la vista.

Ni siquiera aciertan con su nombre, Weasley, pero no es de extrañar tratándose de un don nadie, ¿verdad? —dijo exultante.

— Eres un imbécil — dijo Fred en voz alta. — Tú y tu padre, sois los dos iguales.

— Al menos el nombre de mi padre lo conocen en el ministerio — replicó Malfoy.

Los Weasley le lanzaron miradas llenas de odio, que Malfoy supo mantener. Sin embargo, a Harry le pareció que había en él algo extraño… Si bien estaba defendiendo a su padre, como era habitual, quizá lo hacía con menos… ¿ímpetu? Y seguía pareciendo algo pálido.

Harry empezó a cuestionarse si se estaba imaginando cosas.

Todo el mundo escuchaba en el vestíbulo. Con un floreo de la mano, Malfoy volvió a alzar el periódico y leyó:

Arnold Weasley, que hace dos años fue castigado por la posesión de un coche volador, se vio ayer envuelto en una pelea con varios guardadores de la ley muggles (llamados «policías») a propósito de ciertos contenedores de basura muy agresivos. Parece que el señor Weasley acudió raudo en ayuda de Ojoloco Moody, el anciano exauror que abandonó el Ministerio cuando dejó de distinguir entre un apretón de manos y un intento de asesinato.

Moody soltó una carcajada, interrumpiéndose a sí mismo.

— Me gustaría mucho tener unas palabras con Skeeter — dijo en voz alta. — Para explicarle la diferencia entre un apretón de manos y un intento de asesinato… con ejemplos prácticos.

Muchos miraron a Moody con cautela. Estaba claro que el humor negro no era del gusto de todos.

No es extraño que, habiéndose personado en la muy protegida casa del señor Moody, el señor Weasley hallara que su dueño, una vez más, había hecho saltar una falsa alarma. El señor Weasley no tuvo otro remedio que modificar varias memorias antes de escapar de la policía, pero rehusó explicar a El Profeta por qué había comprometido al Ministerio en un incidente tan poco digno y con tantas posibilidades de resultar muy embarazoso.

— No tenía por qué dar ninguna explicación a El Profeta — dijo el señor Weasley en voz alta. Algunos de los alumnos que lo habían estado mirando con curiosidad dejaron de hacerlo al ver que no iba a dar más información al respecto.

¡Y viene una foto, Weasley! —añadió Malfoy, dándole la vuelta al periódico y levantándolo—. Una foto de tus padres a la puerta de su casa... ¡bueno, si esto se puede llamar casa! Tu madre tendría que perder un poco de peso, ¿no crees?

La señora Weasley se puso muy roja. Todos los hermanos Weasley miraron a Malfoy con rabia, pero fue Angelina la que habló:

— No sé cómo lo haces, pero cada vez me das más asco.

Malfoy mantuvo la cabeza alta y no se molestó en responder.

Ron temblaba de furia. Todo el mundo lo miraba.

Métetelo por donde te quepa, Malfoy —dijo Harry—. Vamos, Ron...

— Bien dicho, Harry — lo animó Sirius.

¡Ah, Potter! Tú has pasado el verano con ellos, ¿verdad? —dijo Malfoy con aire despectivo—. Dime, ¿su madre tiene al natural ese aspecto de cerdito, o es sólo la foto?

Se oyeron jadeos. Tanto los gemelos como Charlie se pusieron de pie, muy enfadados y dispuestos a ir a pegarle un puñetazo. Bill se quedó sentado, pero le lanzaba dagas con los ojos a Malfoy.

Muchos miraron a la señora Weasley, queriendo saber su reacción, pero ella se mantuvo serena.

— El aspecto se puede cambiar — dijo, y su voz se escuchó por todo el comedor. — Lo difícil es cambiar el interior. Espero que algún día puedas hacerlo. Aún eres joven…

Malfoy se había mantenido impasible ante las miradas de odio y los improperios que habían volado hacia él, pero las palabras de la señora Weasley hicieron que sus mejillas se colorearan con fuerza. No fue capaz de replicarle nada.

La señora Weasley pidió a sus hijos que se sentaran y ellos lo hicieron, aunque a regañadientes.

¿Y te has fijado en tu madre, Malfoy? —preguntó Harry. Tanto él como Hermione sujetaban a Ron por la túnica para impedir que se lanzara contra Malfoy—. Esa expresión que tiene, como si estuviera oliendo mierda, ¿la tiene siempre, o sólo cuando estás tú cerca?

Se oyeron jadeos, exclamaciones y más de una carcajada.

— ¡Buena esa!

— ¡Se lo ha buscado!

— ¡Bien, Harry!

El pálido rostro de Malfoy se puso sonrosado.

No te atrevas a insultar a mi madre, Potter.

Pues mantén cerrada tu grasienta bocaza —le contestó Harry, dándose la vuelta.

¡BUM!

Fue entonces cuando Harry lo recordó, y de pronto lo comprendió todo.

Ya sabía por qué Malfoy había parecido tan incómodo y pálido durante el capítulo. Iban a leer aquel momento… Aquel glorioso momento…

Hubo gritos. Harry notó que algo candente le arañaba un lado de la cara, y metió la mano en la túnica para coger la varita.

— ¿Malfoy atacó a Potter por la espalda? — dijo Terry Boot, sorprendido. — ¡Menudo cobarde!

— Es porque sabe que no tiene ninguna oportunidad contra Harry en un duelo real — dijo Wood con orgullo.

Pero, antes de que hubiera llegado a tocarla, oyó un segundo ¡BUM! y un grito que retumbó en todo el vestíbulo.

¡AH, NO, TÚ NO, MUCHACHO!

Harry miró a Malfoy y vio que el color de sus mejillas había vuelto a desaparecer. Sonriendo, se inclinó para susurrarle a sus amigos:

— Esto va a estar bien.

Harry se volvió completamente. El profesor Moody bajaba cojeando por la escalinata de mármol. Había sacado la varita y apuntaba con ella a un hurón blanco que tiritaba sobre el suelo de losas de piedra, en el mismo lugar en que había estado Malfoy.

Hubo unos segundos de silencio estupefacto antes de que todos comprendieran lo que había sucedido.

Medio comedor estalló en carcajadas, y la otra mitad lo hizo segundos después, al ver la cara de Malfoy. Estaba blanco como la cera y Harry podía ver, a pesar de la distancia, lo tenso que se había puesto.

Y, sin embargo, algo en esa reacción no le terminó de gustar a Harry. Podía oír a Ron riendo a carcajadas, y las risas de Hermione y Ginny, y las de gran parte del comedor y, si hubiera tenido que apostar, habría pensado que Malfoy se ruborizaría y se sentiría muy avergonzado al leer eso.

Pero sus mejillas no estaban rosas, sino blancas. Su mirada no era de vergüenza, sino de… ¿de qué? ¿Qué emoción era esa que Harry no estaba acostumbrado a ver en los ojos de Malfoy?

Se preguntó entonces si Draco sabía que Moody no había sido realmente Moody. ¿Se lo habría contado su padre? ¿Sabía que Moody había sido un mortífago todo el tiempo? ¿Era consciente entonces de que Barty Crouch Jr., un mortífago, uno de los compañeros de su padre, había sido quien lo había transformado en hurón?

Y si lo sabía… ¿Qué pensaba al respecto?

Harry se hacía muchas preguntas. Era muy irritante no saber las respuestas.

Cuando todos hubieron parado de reír (o, más bien, cuando el volumen de las risas lo permitió), Moody siguió leyendo.

Un aterrorizado silencio se apoderó del vestíbulo. Salvo Moody, nadie movía un músculo. Moody se volvió para mirar a Harry. O, al menos, lo miraba con su ojo normal. El otro estaba en blanco, como dirigido hacia el interior de su cabeza.

¿Te ha dado? —gruñó Moody. Tenía una voz baja y grave.

No —respondió Harry—, sólo me ha rozado.

¡DÉJALO! —gritó Moody.

Era muy raro escuchar a Moody leer las palabras que Moody había dicho cuando no había sido Moody en realidad.

Ese pensamiento hizo que a Harry le doliera la cabeza.

¿Que deje... qué? —preguntó Harry, desconcertado.

No te lo digo a ti... ¡se lo digo a él! —gruñó Moody, señalando con el pulgar, por encima del hombro, a Crabbe, que se había quedado paralizado a punto de coger el hurón blanco. Según parecía, el ojo giratorio de Moody era mágico, y podía ver lo que ocurría detrás de él.

— Efectivamente — dijo Sirius, muy contento. La transformación de Malfoy en hurón le había hecho partirse de risa, y aún no había podido parar de sonreír. Los gemelos se encontraban en una situación similar, y también Ron y Ginny.

Moody se acercó cojeando a Crabbe, Goyle y el hurón, que dio un chillido de terror y salió corriendo hacia las mazmorras.

¡Me parece que no vas a ir a ningún lado! —le gritó Moody, volviendo a apuntar al hurón con la varita.

— Vaya cobarde — rió Creevey.

— A mí me da un poco de pena — admitió una chica de tercero.

El hurón se elevó tres metros en el aire, cayó al suelo dando un golpe y rebotó.

No me gusta la gente que ataca por la espalda —gruñó Moody, mientras el hurón botaba cada vez más alto, chillando de dolor—. Es algo innoble, cobarde, inmundo...

Las risas cesaron.

— Eso no tiene gracia — admitió Katie Bell. — Debió doler…

Algunos alumnos volvían a mirar a Moody con cautela y, esta vez, Harry vio algunas expresiones que claramente denotaban temor. Los alumnos estaban tan centrados en observar a Moody y a Malfoy (que seguía bastante pálido) que ninguno notó que los profesores no decían nada contra Moody.

El hurón se agitaba en el aire, sacudiendo desesperado las patas y la cola.

No... vuelvas... a hacer... eso... —dijo Moody, acompasando cada palabra a los botes del hurón.

Pansy parecía al borde de las lágrimas.

— Es inhumano — dijo en voz alta. — Deberían echarlo del castillo…

Moody la miró con una ceja alzada y no dijo nada. Bajó entonces la vista hacia el libro y siguió leyendo, como si no hubiera habido ninguna interrupción.

¡Profesor Moody! —exclamó una voz horrorizada.

La profesora McGonagall bajaba por la escalinata de mármol, cargada de libros.

Hola, profesora McGonagall —respondió Moody con toda tranquilidad, haciendo botar aún más alto al hurón.

Sirius soltó una carcajada.

— Hay que tener valor.

Ya casi nadie reía, por lo que la risa de Sirius sonó algo extraña en medio del silencio.

¿Qué... qué está usted haciendo? —preguntó la profesora McGonagall, siguiendo con los ojos la trayectoria aérea del hurón.

Enseñar —explicó Moody.

Ens... Moody, ¿eso es un alumno? —gritó la profesora McGonagall al tiempo que dejaba caer todos los libros.

Sí —contestó Moody.

La gente escuchaba la conversación con incredulidad.

— No me puedo creer que se atreviera a admitirlo — se oyó decir a una chica de séptimo.

¡No! —vociferó la profesora McGonagall, bajando a toda prisa la escalera y sacando la varita. Al momento siguiente reapareció Malfoy con un ruido seco, hecho un ovillo en el suelo con el pelo lacio y rubio caído sobre la cara, que en ese momento tenía un color rosa muy vivo. Haciendo un gesto de dolor, se puso en pie.

Las emociones en el comedor estaban muy divididas. Por un lado, muchos se alegraban de lo que le había sucedido a Malfoy, ya que consideraban que se lo merecía. Otros tantos sentían que el castigo físico había sido demasiado duro… Y otros se encontraban en medio, sin saber si era apropiado reír o no. Harry se sorprendió al darse cuenta de que él se encontraba en la última categoría, no en la primera.

¡Moody, nosotros jamás usamos la transformación como castigo! —dijo con voz débil la profesora McGonagall—. Supongo que el profesor Dumbledore se lo ha explicado.

Puede que lo haya mencionado, sí —respondió Moody, rascándose la barbilla muy tranquilo—, pero pensé que un buen susto...

¡Lo que hacemos es dejarlos sin salir, Moody! ¡O hablamos con el jefe de la casa a la que pertenece el infractor...!

— Bueno, hablar con Snape nunca ha sido muy útil — susurró Ron. — Al menos nunca olvidará su transformación en hurón.

Entonces haré eso —contestó Moody, mirando a Malfoy con desagrado. Malfoy, que aún tenía los ojos llenos de lágrimas a causa del dolor y la humillación, miró a Moody con odio y murmuró una frase de la que se pudieron entender claramente las palabras «mi padre».

A pesar de que la impresión de leer cómo Moody había estrellado a Malfoy contra el suelo una y otra vez todavía estaba presente, algunos no pudieron evitar sentir cierta satisfacción al saber que Malfoy había llorado.

¿Ah, sí? —dijo Moody en voz baja, acercándose con su cojera unos pocos pasos. Los golpes de su pata de palo contra el suelo retumbaron en todo el vestíbulo —. Bien, conozco a tu padre desde hace mucho, chaval. Dile que Moody vigilará a su hijo muy de cerca... Dile eso de mi parte...

A Harry le dio un escalofrío. Barty Crouch Jr. no había mentido al decir que conocía a Lucius Malfoy desde hacía mucho…

Miró a Malfoy y vio que se había puesto más pálido que antes.

Bueno, supongo que el jefe de tu casa es Snape, ¿no?

Sí —respondió Malfoy, con resentimiento.

Otro viejo amigo —gruñó Moody—. Hace mucho que tengo ganas de charlar con el viejo Snape... Vamos, adelante... —Y agarró a Malfoy del brazo para conducirlo de camino a las mazmorras.

Harry, Ron y Hermione intercambiaron miradas.

— Otro viejo amigo, ¿eh? — susurró Ron.

Harry miró a Snape, que mantenía una expresión neutral y tenía la vista fija en el libro.

La profesora McGonagall los siguió unos momentos con la vista; luego apuntó con la varita a los libros que se le habían caído, y, al moverla, éstos se levantaron de nuevo en el aire y regresaron a sus brazos.

No me habléis —les dijo Ron a Harry y Hermione en voz baja cuando unos minutos más tarde se sentaban a la mesa de Gryffindor, rodeados de gente que comentaba muy animadamente lo que había sucedido.

— Me he perdido — dijo un chico de segundo. — ¿Cuándo os habéis peleado?

— No nos habíamos peleado — replicó Ron.

¿Por qué no? —preguntó Hermione sorprendida.

Porque quiero fijar esto en mi memoria para siempre —contestó Ron, con los ojos cerrados y una expresión de inmenso bienestar en la cara—: Draco Malfoy, el increíble hurón botador...

Harry y Hermione se rieron, y Hermione sirvió estofado de buey en los platos.

También se oyeron risas a lo largo del comedor, aunque algunas personas miraron mal a Ron.

Sin embargo, Malfoy podría haber quedado herido de verdad —dijo ella—. La profesora McGonagall hizo bien en detenerlo.

— Exactamente — dijo McGonagall. — El castigo físico no está permitido en Hogwarts, como ya sabéis. Lo que hizo ese profesor no fue correcto.

Muchos miraron a Moody como esperando su reacción y debieron sentirse muy confundidos cuando él simplemente siguió leyendo como si nada.

¡Hermione! —dijo Ron como una furia, volviendo a abrir los ojos—. ¡No me estropees el mejor momento de mi vida!

Eso hizo reír a varias personas.

Hermione hizo un ruido de reprobación y volvió a comer lo más aprisa que podía.

¡No me digas que vas a volver ahora, por la noche, a la biblioteca! —dijo Harry, observándola.

No tengo más remedio —repuso Hermione—. Tengo mucho que hacer.

Pero has dicho que la profesora Vector...

No son deberes —lo cortó ella.

— Cómo no — dijo Fred, rodando los ojos. — Ya te habías autoimpuesto un proyecto, ¿a que sí?

— Por supuesto — replicó Hermione.

Cinco minutos después, Hermione ya había dejado limpio el plato y había salido. Su sitio fue inmediatamente ocupado por Fred Weasley.

¿Qué me decís de Moody? —exclamó—. ¿No es guay?

Más que guay —dijo George, sentándose enfrente de Fred.

— Lo retiramos — dijeron tanto Fred como George. Intercambiaron miradas, y entonces Fred dijo:

— Bueno…

— Retiramos que el profesor Moody fuera guay — dijo George.

— Pero Moody sí que es guay.

— Muy guay.

Moody soltó un bufido, mitad incredulidad mitad risa, antes de seguir leyendo. La gente estaba muy, muy confundida.

Superguay —afirmó Lee Jordan, el mejor amigo de los gemelos, ocupando el asiento que había al lado del de George—. Esta tarde hemos tenido clase con él —les dijo a Harry y Ron.

¿Qué tal fue? —preguntó Harry con interés.

Fred, George y Lee intercambiaron miradas muy expresivas.

Nunca hemos tenido una clase como ésa —aseguró Fred.

Ése sabe, tío —añadió Lee.

— Eso era cierto — admitió Fred. — La verdad es que hay que admitir que sus clases no estaban mal, por desgracia.

Muchos miraron a Moody, esperando que se ofendiera. Sin embargo, él hizo caso omiso a las palabras de Fred y a las miradas de todos.

¿Qué es lo que sabe? —preguntó Ron, inclinándose hacia delante.

Sabe de verdad cómo hacerlo —dijo George con mucho énfasis.

¿Hacer qué? —preguntó Harry.

— Pastel de calabaza, no te digo — bufó Zacharias Smith.

Harry lo miró mal.

Luchar contra las Artes Oscuras —repuso Fred.

Lo ha visto todo —explicó George.

Sorprendente —dijo Lee.

Ron se abalanzó sobre su mochila en busca del horario.

¡No tenemos clase con él hasta el jueves! —concluyó desilusionado.

— Y así termina — anunció Moody, cerrando el libro con fuerza.

Dumbledore se puso en pie.

— Hemos terminado por hoy. Continuaremos mañana.

El comedor se llenó de ruido al ponerse en pie cientos de alumnos al mismo tiempo.

— Tiene que ser ahora — dijo una voz, en un aula alejada de allí. — Id a por él.


●LA HISTORIA NO ES MÍA, LA PUEDEN ENCONTRAR ORIGINALMENTE EN FANFICTION AUTORA REAL: Luxerii 

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