jueves, 29 de abril de 2021

Leyendo el caliz de fuego, descanso


Dumbledore se puso en pie.

— Hemos terminado por hoy. Continuaremos mañana.

El comedor se llenó de ruido al ponerse en pie cientos de alumnos al mismo tiempo.

— Tiene que ser ahora — dijo una voz, en un aula alejada de allí. — Id a por él.

Harry se levantó, suspirando de alivio al poder estirar las piernas. Cualquiera pensaría que pasar el día sentado no sería difícil, pero la verdad es que le estaba resultando más incómodo de lo que habría esperado.

— Decidme que hoy no tenemos castigos — pidió Ron. Miraba de reojo a Snape, quien acababa de pasar cerca de ellos con mucha prisa, en dirección a las puertas del comedor.

— Ni idea. No te hagas muchas ilusiones, por si acaso — dijo Harry con desgana.

Hermione los miró con reproche.

— Podríamos haber sido expulsados. Que no os oigan quejaros de los castigos, no vayan a arrepentirse y echarse atrás...

— No os van a expulsar — intervino Fred. Harry no se había dado cuenta de que estaba escuchando su conversación.

Tendría que habérselo imaginado, pues todos los Weasley se encontraban a su alrededor, de pie, charlando entre ellos y con los miembros de la Orden. Ninguno había iniciado el camino hacia fuera del comedor todavía, lo que contrastaba mucho con el alumnado general, que prácticamente había volado hacia las puertas.

— Deja de preocuparte tanto, Hermione — siguió Fred. —Creo que podrías prenderle fuego a la barba de Dumbledore y ni así te expulsarían.

Hermione soltó un bufido de indignación, pero Harry y Ron rieron.

— Vámonos de aquí antes de que venga McGonagall y nos obligue a ir con ella — dijo Ron.

No habían dado ni dos pasos cuando escucharon una voz:

— Esperad, esperad. — Era la señora Weasley, que de pronto parecía algo agitada. — ¿Dónde vais?

— A dar una vuelta — respondió Ron. Se giró para mirar a Hermione y Harry. — ¿A dónde queréis ir?

Harry se encogió de hombros. A decir verdad, lo que le apetecía era que le diera un poco el aire del exterior, pero hacía tanto frío que dudaba poder convencer a sus amigos de que salir fuera a pasear sería buena idea. De hecho, ni siquiera tenía muy claro si tenían permitido salir fuera del castillo.

— Podemos ir a la torre de Astronomía — sugirió Ginny. — No hemos salido en días. Quiero ver la nieve.

Ron y Hermione estuvieron de acuerdo, y también Harry, así que se despidieron de la señora Weasley (a la que le costó dejarlos ir) y del resto de la Orden, no sin que antes Sirius invitara a Harry a pasarse por su cuarto de invitados más tarde.

De mucho mejor humor que antes, Harry siguió a sus amigos hacia las escaleras. Sin embargo, al llegar al tercer piso se encontraron con que el pasillo estaba hasta arriba de alumnos. Confusos, intercambiaron miradas y se dirigieron hacia la multitud, tratando de ver qué estaba sucediendo al otro lado de la marea de estudiantes.

Se había formado un gran corrillo alrededor de tres personas. Dos de ellas eran alumnos que tenían aspecto de estar aterrorizados. La tercera era uno de los encapuchados del futuro.

Harry comprendió lo que había sucedido en cuanto vio lo que había justo al lado de los alumnos: estaban junto a la estatua de la bruja tuerta.

— Que quede claro — habló el encapuchado en voz alta. Aunque su voz estaba hechizada para ocultar su identidad, su enfado era más que evidente. — Está prohibido salir del colegio. Nadie puede ir a Hogsmeade. Nadie puede enviar cartas. Y nadie debería ser tan estúpido como para tratar de ignorar esas normas.

Los dos chicos parecían varios centímetros más bajos de lo que eran, agazapados como estaban contra la pared.

— Y por si os queda alguna duda — siguió hablando el encapuchado, dirigiéndose tanto a los chicos como a la multitud. — Todos los pasadizos que conducen fuera del colegio están vigilados las veinticuatro horas del día. Que a nadie se le ocurra volver a intentar utilizarlos, o tendrá que atenerse a las consecuencias.

Se hizo el silencio.

— ¿Qué hacéis todavía aquí? ¡Fuera! — dijo el desconocido. Los alumnos salieron precipitadamente de allí, y Harry tuvo que aplastarse contra la pared para evitar que le arrollaran.

El pasillo se vació en cuestión de segundos. Solo el encapuchado seguía allí, de pie, y también Harry, Ron, Hermione y Ginny, quienes todavía estaban pegados a la pared.

— Vosotros también.

Los estaba mirando directamente a ellos, aunque Harry no podía verle los ojos y eso solo hacía que la figura oscura que los miraba de frente resultara más intimidante de lo que habría esperado.

— Ya nos vamos — dijo Hermione con un hilo de voz. Los cuatro se apresuraron a marcharse de allí, subiendo la escalera y no parando hasta llegar al último piso.

A Harry le daba vueltas la cabeza. No tenía ni idea de quién era ese encapuchado, pero le habían dado escalofríos al verlo.

En otro lugar del castillo, sin embargo, era otro alumno el que tenía escalofríos.

— ¿A dónde me llevas? — dijo, y su intento porque no se le notara el miedo en la voz no tuvo mucho éxito. — Suéltame.

— Te soltaré cuando lleguemos — replicó el desconocido, apretando su brazo con más fuerza todavía. Usaba una de esas malditas voces hechizadas, aunque eso a Malfoy le dio cierta tranquilidad. Si el encapuchado todavía se preocupaba por esconder su identidad, es que no pretendía matarlo o algo así.

Llegaron a una zona del castillo que Draco apenas había explorado. No recordaba haber tenido ninguna clase en el ala oeste del castillo, a pesar de las numerosas aulas que se encontraban por esos pasillos.

Curiosamente, no se detuvieron frente a ninguna de esas clases, sino frente a una pared vacía, situada al final de uno de los pasillos del sexto piso.

El encapuchado sacó la varita con la mano que tenía libre y murmuró unas palabras que Malfoy no llegó a entender. Apareció entonces frente a ellos una puerta similar a las de las aulas que habían dejado atrás, y Draco comprendió que estaba a punto de entrar en uno de los escondites secretos de la gente del futuro…

O eso creyó, hasta que puso un pie dentro y vio que se trataba de un aula normal y corriente. No había objetos mágicos increíbles, ni posters con hechizos poderosos en las paredes, ni un grupo de gente encapuchada realizando rituales extraños.

No, simplemente era un aula con varias mesas y sillas destartaladas. Y allí en medio, esperándole, se encontraban dos encapuchados que, más que parecer intimidantes, tenían aspecto de aburrirse mucho.

Uno de ellos paró de lanzar bolas de papel a la papelera cuando los vio entrar. El otro, que se hallaba sentado en una de las mesas, dio un respingo y se puso en pie.

— Cierra la puerta — dijo, pero el encapuchado que todavía agarraba a Malfoy del brazo ya estaba blandiendo la varita y murmurando algo. La puerta volvió a desaparecer, y solo entonces notó Malfoy que no tenía escapatoria.

— ¿Qué queréis de mí? — dijo con falsa valentía.

— Necesitamos que hagas algo y lo vas a hacer, quieras o no — respondió el desconocido que había estado lanzando bolas de papel. Sin embargo, el tono que usó sonó bastante amenazador, y el otro encapuchado le dio un golpe en el hombro.

— No lo asustes.

— No estoy asustado — replicó Malfoy, desafiante. — No sé qué queréis, pero no contéis conmigo.

Dio un paso atrás, pero el desconocido que lo había arrastrado (casi literalmente) hasta allí lo sujetó por los hombros y lo obligó a sentarse en una silla vieja.

— Te vamos a dar una oportunidad que no le hemos dado a ningún otro alumno. Deberías estar agradecido.

— ¿Oportunidad? — repitió Malfoy, mirando a los tres encapuchados con desconfianza, pero sin atreverse a volver a intentar salir de allí. — ¿Qué clase de oportunidad?

— Te vamos a dejar escribirle una carta a tu padre — respondió uno de ellos, el que parecía más normal. El de las bolas de papel y el que lo había conducido hasta allí parecían mucho más peligrosos. — Ahí tienes pergamino, tinta y una pluma.

Draco los miró con recelo.

— ¿Por qué queréis que le escriba a mi padre? Pensaba que estaba prohibido.

— Y lo está. Por eso es un privilegio.

Malfoy no se lo tragaba.

— ¿Y qué ganáis vosotros con esto?

El encapuchado de las bolas de papel soltó un bufido.

— Ganamos paz y tranquilidad. Tu padre es un pesado, ¿lo sabías?

Eso pilló a Malfoy por sorpresa. El desconocido debió notarlo, porque añadió:

— Lleva una semana entera sin recibir ni una sola carta de su hijito. No para de quejarse de que algo extraño debe estar sucediendo en Hogwarts.

— Es que algo extraño está sucediendo en Hogwarts — replicó Malfoy en tono irónico. — Así que es eso… La gente se está empezando a dar cuenta, ¿eh? Debéis estar muy preocupados.

— No, la verdad es que no — dijo otro de los desconocidos. — El único pesado es tu padre. El resto de padres y madres han aceptado la versión oficial difundida por el ministerio, por lo general.

Malfoy frunció el ceño.

— ¿Versión oficial?

— Claro, para explicar cómo es posible que de pronto todo el correo esté prohibido. A los padres no les gusta no tener noticias de sus hijos…

— Y el tuyo es especialmente cabezota — añadió otro de ellos. — Así que te vamos a permitir escribirle una carta en la que le vas a contar que todo anda estupendamente en el colegio. Las clases son aburridas, estás deseando que llegue la Navidad, todas esas cosas normales y corrientes que se suelen decir.

— Y, por supuesto, te ceñirás a la versión oficial del ministerio — terminó el tercero. — Que todo el correo está prohibido porque hay un virus horrible que afecta a las lechuzas y no podemos permitir que entren ni salgan del castillo hasta que quede totalmente erradicado, para no propagarlo por todas partes.

Malfoy los miró como si estuvieran locos.

— Esa es la excusa más estúpida que he oído en mi vida. No me extraña que mi padre no se lo haya tragado.

— A nosotros tampoco — replicó el del papel, encogiéndose de hombros. — Pero no se nos ocurría nada mejor y ha demostrado ser bastante efectivo.

— Excepto por el tocapelotas de tu padre — dijo el que lo había llevado allí, haciendo que el tercero soltara un suspiro exasperado.

— Insultar a su padre no creo que sea la mejor manera de que nos ayude.

Draco pasó la mirada de unos a otros, y entonces sonrió.

— Así que es eso. Necesitáis mi ayuda para que mi padre deje de indagar y no descubra lo que pasa aquí. ¿Y si me niego a escribir la carta?

El tercer encapuchado volvió a suspirar.

— No puedes negarte, Malfoy. Te lo estamos pidiendo porque queremos ser amables, pero si te niegas, te obligaremos a escribirla de todos modos. El plan es demasiado importante como para dejar que se arruine porque un niño de quinto curso no ha querido escribir unas líneas.

Las mejillas de Malfoy se tiñeron de rosa.

— No soy ningún niño — bufó.

— Demuéstranoslo — dijo el tercer encapuchado, señalando hacia la mesa en la que el pergamino y la tinta le esperaban.

— ¿Y si prefiero que mi padre siga investigando y descubra lo que pasa? — dijo, desafiante.

— ¿Entonces prefieres que tu amigo Crabbe muera? — replicó uno de ellos. Malfoy jadeó. — ¿Tengo que recordarte lo que leíste? ¿Lo que sucederá dentro de tan solo dos años?

Malfoy se quedó en silencio un momento, mirando a los encapuchados con los ojos desorbitados.

— Ahora que sé lo que sucederá, puedo cambiarlo — dijo finalmente. — Y no os necesito para ello.

— ¿Ah, no? — contestó el primero de todos, y Malfoy notó el peligro en su voz. — ¿Sabes cuáles son las probabilidades de que puedas cambiar el futuro de Crabbe si Voldemort descubre todo esto? Podrías provocar que fuera incluso peor… Hacer que tuviera una muerte aún más dolorosa…

Draco empalideció.

— Solo dices eso para intentar asustarme.

— No, lo digo porque he visto lo que los amiguitos mortífagos de tu padre son capaces de hacer. Y porque pensaba que Crabbe te importaba más que tu ego, pero parece que su vida no es lo suficientemente valiosa como para dignarte a escribir unas líneas para salvarla.

Pasaron los segundos. El silencio era abrumador, y Malfoy no pudo soportarlo. Se levantó de la silla en la que le habían obligado a sentarse y se acercó a la mesa donde estaba el pergamino.

— No lo hago para ayudaros — dijo secamente.

— Mientras lo hagas, nos dan igual tus motivos — replicó uno de los desconocidos.

Draco tomó la pluma y comenzó a escribir.

Harry nunca pensó que disfrutaría tanto el estar congelándose en la torre de Astronomía, pero resultaba muy agradable sentir el viento helado contra su piel después de haber pasado tantas horas encerrado en el comedor.

Ron y Hermione no estaban de acuerdo, por desgracia. Ellos tres y Ginny habían subido a la torre de Astronomía, tal como habían hablado, y llevaban una hora sentados en el suelo alrededor de un tarro que contenía el famoso fuego portátil de Hermione. Habían pasado toda la hora relajándose y comentando la lectura, hasta que Ron se había quejado porque se le estaba congelando la nariz.

— ¿No puedes hacer que el fuego sea más grande? — preguntó.

— Ya no cabe en el tarro — se excusó Hermione, que trataba de calentarse las manos acercándolas al fuego. — Creo que será mejor que vayamos bajando.

— No lo digas dos veces — dijo Ron, poniéndose en pie. — Ya no me siento las orejas.

Hermione hizo amago de ir a coger la varita para apagar el fuego, pero Harry la detuvo.

— Espera. Yo me quedo un rato más. ¿Me prestas el tarro?

— ¿Te vas a quedar aquí con este frío? — exclamó Ron. — Un rato está bien, pero después de una hora se me están congelando hasta las ideas.

— Para eso tendrías que tener ideas — dijo Ginny. Ron la miró mal. — Yo también me quedo. Se está bien aquí arriba.

— Estáis locos — bufó Ron. Hermione, sin embargo, simplemente asintió y dijo:

— No estéis mucho rato y aseguraos de apagar el fuego antes de iros.

— Sí, mamá — ironizó Ginny. Hermione rodó los ojos y salió de la torre, seguida de cerca por Ron.

Ambos bajaron por las escaleras, tiritando de frío.

— Van a pillar una neumonía allí arriba — se quejó Ron.

— Al menos no pueden decir que no estaban advertidos — replicó Hermione, tratando en vano de calentarse las manos. — Con qué gusto me tomaría ahora una taza de chocolate caliente.

— Podemos ir a las cocinas — sugirió Ron, pero la mirada que le echó Hermione dejaba clara su opinión. — Oh, venga ya. Sabes que a los elfos no les molestaría hacernos una taza de chocolate.

— Que no les moleste no quiere decir que esté bien — le reprochó Hermione.

— ¿Y si lo preparo yo? — dijo Ron.

Hermione lo miró como si le hubiera salido una segunda cabeza.

— ¿Tú?

Ron se encogió de hombros.

— Mi madre me enseñó a prepararlo. Podemos bajar a las cocinas a coger el chocolate y prepararlo nosotros. ¿Te parece bien?

— Eh… sí — dijo Hermione, sorprendida.

Bajaron hasta las cocinas, donde los elfos domésticos casi se abalanzaron sobre ellos ofreciéndoles diferentes pasteles y bebidas. Para Ron era muy tentador, pero mantuvo lo que habían acordado y solo aceptó los ingredientes para preparar el chocolate caliente.

Cuando los tuvieron (tras varios minutos insistiendo en que no necesitaban nada más), salieron de allí y se sentaron en el suelo en el primer pasillo vacío que encontraron.

— ¿Puedes hacer fuego otra vez?

Hermione asintió. De su varita salieron unas llamas azules que prendieron bajo la pequeña olla que habían tomado prestada de las cocinas. Ron vertió el chocolate y la leche dentro y, tras darle un toque de varita a la olla y murmurar algo, los ingredientes comenzaron a removerse solos.

— ¿Qué hechizo es ese? — preguntó Hermione, sonando ligeramente impresionada.

— Me lo enseñó mi madre. Tiene un libro entero con hechizos para cocinar.

Pasaron los minutos y, cuando el chocolate estuvo listo, lo sirvieron en los vasos que también habían tomado prestados de las cocinas.

— ¡Está bien! — exclamó Hermione.

Ron bufó.

— ¿Qué esperabas? ¿Tan poca fe tienes en mí?

— Oh, no es eso — dijo ella rápidamente, antes de dar otro sorbo. — Es solo que no me esperaba que una taza de chocolate calentada en el suelo pudiera estar tan bien.

Se quedaron en silencio, disfrutando el chocolate y la tranquilidad que otorgaba no estar metidos en el comedor con decenas de alumnos.

Tenían que haber sabido que la paz duraría poco. Puede que Harry estuviera en la torre de Astronomía congelándose con Ginny, pero debía haberles contagiado su don para atraer los problemas. Lo supieron desde el instante en el que cuatro chicas de Ravenclaw entraron en el pasillo y frenaron en seco al verlos allí sentados.

— Oh, vaya… — exclamó una de ellas.

Otra dejó escapar un gritito.

— ¡Os lo dije! ¡Romione gana!

— No lo digas ni de broma — bufó otra.

La cuarta los observaba con una expresión muy extraña, y a Ron se le pusieron los pelos de punta.

— No está permitido hacer fuego dentro del castillo — dijo la chica, cuyos ojos verdes estaban clavados directamente sobre Hermione. — Y tampoco creo que cocinar en el suelo esté permitido.

— Solo hemos calentado un poco de chocolate. No cuenta como cocinar — se defendió Ron.

— Yo solo lo digo por vuestro bien — replicó la Ravenclaw. Sus amigas se habían quedado en silencio. — Deberíais recogerlo todo y marcharos de aquí.

Hermione frunció el ceño y parecía estar a punto de replicar, pero entonces fue la profesora Sprout quien entró en el pasillo.

— ¡Oh, ahí estáis! — exclamó, acercándose a Ron y Hermione. — Minerva me ha pedido que os avise de que tenéis que cumplir un castigo con ella dentro de media hora.

Ron gimió. Ambos se pusieron de pie y recogieron las cosas, bajo la atenta mirada de la chica de Ravenclaw (la profesora Sprout ignoró totalmente la olla y los restos de chocolate).

Volvieron a las cocinas a devolverlo todo (y pasaron unos buenos diez minutos tratando de que los elfos les dejaran marchar sin tomar ningún pastel) y se encaminaron hacia el despacho de la profesora McGonagall.

Harry y Ginny se encontraban de vuelta en el dormitorio de Gryffindor. Habían pasado media hora extra en la torre de Astronomía, pero al final el frío había resultado demasiado incluso para ellos. Además, el fuego de Hermione se estaba apagando y no tenían ni idea de cómo reavivarlo.

Ginny había sugerido utilizar engorgio, pero el intento de Harry solo había logrado hacer explotar el tarro y extinguir totalmente el fuego, por lo que no les había quedado más remedio que volver a la sala común.

Cuando habían entrado por el hueco del retrato, con el cabello aún cubierto de copos de nieve y las narices rojas por el frío, una oleada de niños de primero se había abalanzado sobre ellos como si se trataran de un puesto de dulces de navidad.

— ¿Quién fue el que hizo la marca tenebrosa en el mundial? — preguntó uno con voz de pito.

— ¡Sigo creyendo que fue Crouch! — saltó otro.

— ¡Harry! ¿Qué se siente al matar a un basilisco?

— ¡Eso, eso! ¿Y cómo es que te claven un colmillo de un metro en el brazo?

— ¡El colmillo no medía un metro, exagerado! — exclamó una niña.

— ¿Y tú qué sabes? Los basiliscos son enormes.

Harry se quedó en shock, observando con creciente pánico la multitud de cabezas bajitas que lo rodeaban.

— ¡Ginny! ¿Vas a volver a abrir la cámara de los secretos?

— ¿Cómo hablabas con el basilisco?

— ¿Te arrepientes de lo que hiciste?

Eso hizo despertar a Harry. Sin pensarlo, cogió la mano de Ginny y se abrió camino entre los estudiantes, que protestaban al verlo huir. Subió las escaleras y no paró hasta llegar al dormitorio de los chicos.

Se giró y vio la cara de enfado de Ginny. Solo entonces se dio cuenta de que prácticamente la había arrastrado con él.

— Perdona — dijo, soltando su mano. Sin embargo, Ginny no debía estar molesta con él, porque bufó y dijo:

— Esos críos no tienen educación. ¿Nosotros éramos así de maleducados en primero?

— Espero que no — replicó Harry. — ¿Te has dado cuenta de que ni siquiera nos estaban llamando Potter y Weasley? Se han tomado demasiadas confianzas.

— Y tanto — resopló Ginny, sentándose sobre la cama de Ron. — Quizá tendría que haberles respondido. "Sí, planeo volver a abrir la cámara. Y tú serás el primero en caer."

Harry soltó un bufido, mitad risa mitad sorpresa.

— Bueno, al menos así aprendería a no hacer preguntas incómodas.

— Eso desde luego — replicó Ginny.

Harry se dejó caer en su cama… y se arrepintió al instante cuando se dio con algo duro en toda la coronilla.

— ¡Auch!

— ¿Estás bien?

— Sí — respondió Harry, incorporándose y frotándose la zona adolorida. Miró bajo la almohada y vio que el libro que los encapuchados le habían dado volvía a estar allí.

— Oh, venga ya — bufó, tomándolo entre sus manos y mirándolo mal, como si tuviera la culpa de su repentino dolor de cabeza.

Ginny lo miraba con curiosidad.

— ¿Es otro libro?

— Es el mismo. Estoy seguro de que esta mañana lo guardé en el baúl, para que no se pierda. ¡Lo han sacado y me lo han vuelto a colocar bajo la almohada!

— Querrán asegurarse de que lo lees — sugirió Ginny. — ¿Hoy también tiene una nota?

Harry abrió el libro por la página marcada y sacó un pergamino de ella.

Hoy te toca leer los capítulos tres y cuatro. Creo que te parecerán interesantes: hablan sobre cómo utilizar tus recuerdos para confundir a quien pretenda acceder a ellos. Si logras aprender a hacer eso, podría ser tan efectivo como crear barreras mentales contra ataques externos, así que te pido que los leas con atención. Tienes también un pergamino con ejercicios que debes practicar antes de ir a dormir.

Efectivamente, había un segundo pergamino muy similar al del día anterior. Mientras Ginny leía la carta de los encapuchados, Harry le echaba un vistazo a los ejercicios.

— Son casi como los de ayer — dijo, algo confuso. Miró la carta que sostenía Ginny y añadió: — ¿No deberían mandarme practicar eso? ¿Lo de usar recuerdos…?

— Para eso necesitarías que alguien intente acceder a ellos — notó Ginny. — ¿Qué ejercicios tienes que hacer?

— Cosas de respiración — respondió. Se sentía bastante decepcionado.

Había pensado que iba a aprender magia poderosa, capaz de crear barreras mentales que lo protegerían de cualquier ataque de Voldemort. En su lugar, tenía una hoja con explicaciones sobre cómo respirar hondo y vaciar la mente tan detalladas que podrían haber sido escritas por la mismísima Hermione.

— Parece interesante — dijo Ginny, ojeando la lista.

— ¿Interesante? Ayer me quedé dormido a mitad — replicó Harry. Ginny sonrió.

— Pero eso es bueno, ¿no? Significa que conseguiste relajarte y poner la mente en blanco.

Harry no estaba muy seguro de si era bueno o no. Lo único que sabía es que le resultaba muy aburrido.

— Ya sé respirar. No necesito que me enseñen — dijo Harry, enfurruñado.

Ginny soltó una risita.

— ¿Estás seguro? Algunos de estos ejercicios son más complejos de lo que parecen.

— Todos tienen que ver con respirar. No es difícil.

— ¿Ah, no? — dijo Ginny, y sus ojos brillaban de diversión. — Demuéstramelo. ¿Crees que puedes hacerlos todos perfectamente?

— Claro que sí.

— Mira, este por ejemplo — dijo Ginny, señalando uno de los ejercicios indicados por los encapuchados. — Hazlo.

— ¿Qué? ¿Ahora?

— Sí, ahora mismo — dijo ella, levantándose de la cama de Ron y sentándose justo a su lado. — Solo tienes que respirar hondo, aguantar el aire cuatro segundos y exhalar durante cinco. Y no pensar en nada excepto en eso, claro.

— Es demasiado fácil — bufó Harry.

— Entonces hazlo.

Harry tomó aire y aguantó la respiración, contando hasta cuatro en su mente.

— Mal — lo interrumpió Ginny. — Tienes que respirar hondo.

— Eso he hecho — dijo Harry, confuso.

— No lo has hecho. ¿Las instrucciones que te dieron ayer no explicaban cómo respirar con el diafragma?

— Eh… puede ser.

A decir verdad, Harry estaba seguro de que así había sido, pero no recordaba ni una sola palabra. Le echó un vistazo a las instrucciones que habían dejado hoy y vio que mucha de la información se repetía. Lo leyó por encima y volvió a intentarlo. Tomó aire, empezó a contar hasta cuatro y…

— Sigue sin salirte — dijo Ginny.

— Solo es tomar aire — bufó Harry. Ginny rodó los ojos.

— Estás tan centrado en acabar el ejercicio que no estas prestando atención a lo que te pide. — Se quedó pensativa un momento antes de añadir: — Túmbate.

— ¿Qué?

— Que te tumbes — insistió, empujándole ligeramente para que se dejara caer hacia atrás en la cama.

Harry le hizo caso, perplejo, pero cuando Ginny le tomó la mano se dio cuenta de la gravedad de la situación.

Se encontraba solo en su dormitorio, acostado en la cama junto a la hermana de su mejor amigo, quien le estaba cogiendo la mano. Ginny guió la mano de Harry y la colocó sobre su abdomen, y el chico tragó saliva.

— Fíjate — dijo ella, antes de cerrar los ojos y respirar hondo. Harry notó el abdomen de Ginny subir y mantenerse así unos segundos antes de volver a bajar lentamente. Harry notó su cara arder. Había algo extrañamente íntimo en ese gesto. Por algún motivo, notar la respiración de Ginny bajo su mano le había provocado una sensación cálida en el estómago.

Ginny abrió los ojos y volvió a guiar la mano de Harry, esta vez hacia su propio abdomen.

— Tienes que sentir eso. Cuando respiras hondo, es el abdomen lo que debe levantarse, no el pecho. Vamos, inténtalo.

Harry cerró los ojos. De repente, se sentía muy nervioso y muy estúpido. Mantuvo la mano sobre su abdomen y trató de respirar hondo, pero enseguida notó que apenas había movimiento si lo comparaba con cómo lo había hecho Ginny.

Quizá debería pedirle que se lo demostrara de nuevo…

Se deshizo de ese pensamiento tan rápido como llegó. ¡Era Ginny, la hermana pequeña de Ron! ¿Qué diantres le pasaba?

Volvió a intentarlo, pero fue otro intento fallido.

— Relájate — dijo ella. Puso la mano sobre la de Harry, que reposaba sobre su abdomen. — Respira… Intenta que mi mano suba.

Harry utilizó todo su poder de concentración para sobrevivir a esa situación. Las palabras que había leído el día anterior regresaron a él y recordó que debía relajar todos los músculos de su cuerpo. Con dificultad, consiguió hacerlo, y entonces tomó aire tratando de hacer que la mano de Ginny y la suya propia subieran ligeramente.

— Ahora sí — sonrió Ginny. — Solo te queda aguantar los cuatro segundos y exhalar durante cinco. ¿Crees que puedes?

Harry lo tomó como un reto. Ginny hizo amago de quitar la mano que tenía sobre el abdomen de Harry, pero él fue rápido y tomó su mano para mantenerla donde estaba. Cerró los ojos de nuevo, tomó aire, notando la mano de Ginny y la suya subir, aguantó la respiración y dejó escapar el aire durante cinco segundos.

— Vale, ya entiendo por qué quieren que practique esto — admitió Harry. Respirar hondo de esa manera le había dejado con una sensación cálida y agradable en el estómago, aunque sospechaba que el ejercicio no era el único motivo.

Borró ese pensamiento, igual que el anterior. Ginny estaba fuera de sus límites. ¡Y ni siquiera le gustaba!

¿Verdad?

De pronto, la puerta del dormitorio se abrió de golpe y por ella entró Colin Creevey.

— ¡Harry! — exclamó. — Oh, ¡hola Ginny! Harry, está Sirius Black ahí abajo. Dice que quiere que bajes.

Harry recordó entonces la promesa que le había hecho a Sirius de que iría a verlo más tarde.

— Gracias, Colin.

El chico sonrió y salió del dormitorio a paso rápido.

Ginny se puso en pie.

— Creo que voy a aprovechar para leer un rato. Pásalo bien con Sirius, Harry.

— Eh… sí.

Quiso decir algo más inteligente, pero todavía se encontraba un poco aturdido. Ginny se marchó y Harry bajó a la sala común, donde Sirius le esperaba.

Resultaba gracioso ver cómo la mitad de los estudiantes se habían colocado estratégicamente en las zonas más alejadas de las escaleras, donde Sirius estaba apoyado. La otra mitad no parecía tener reparos en estar cerca de él, pero le lanzaban miradas curiosas nada disimuladas.

Sirius sonrió al verlo.

— ¿Te apetece ir a robar algo a las cocinas? Me muero de hambre.

Harry asintió, emocionándose ante la idea de pasar el resto de la tarde con su padrino… aunque no podía negar que tampoco le habría disgustado quedarse allí arriba, con Ginny.

Tuvo que contener el impulso de pegarse una bofetada a sí mismo. Sirius debió notar algo raro, porque le lanzó una mirada extrañada.

— ¿Todo bien?

— Sí, claro. ¿Vamos?

Salieron por el hueco del retrato.

El resto del día pasó volando. Harry y Sirius fueron a las cocinas a por algo de comer y subieron a la habitación que compartía Sirius con el profesor Lupin. Allí, los tres pasaron varias horas charlando, contando historias y hablando sobre el futuro y sobre los encapuchados.

Cuando Harry regresó al dormitorio de Gryffindor, se sentía más feliz y liviano de lo que se había sentido en mucho tiempo.

Esa felicidad se esfumó cuando, al llegar al retrato de la Señora Gorda, vio quién le esperaba allí.

— Potter — gruñó Snape, fulminándolo con la mirada. — Tenías un castigo que cumplir conmigo esta tarde. ¿Cuál es tu excusa?

— Eh… No lo sabía — dijo estúpidamente.

Fue un error. Snape lo miró con ira.

— Aumentaremos el número de castigos para compensar tu falta de seriedad. Y mañana te espero en mi despacho a las siete. En punto.

Snape se marchó. Harry subió a su habitación, donde todavía tenía que leer los dichosos capítulos sobre Oclumancia antes de irse a dormir.

Recordó entonces cómo había practicado con Ginny y decidió que la Oclumancia le gustaba, aunque de momento solo consistiera en aprender a respirar.


●LA HISTORIA NO ES MÍA, LA PUEDEN ENCONTRAR ORIGINALMENTE EN FANFICTION AUTORA REAL: Luxerii 

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