Beauxbatons y Durmstrang:
— Ese es el final del capítulo — anunció a la vez la chica de Ravenclaw.
Dejó el libro en la tarima y regresó a su lugar. Dumbledore se levantó, cogió el tomo y dijo:
— El siguiente capítulo se titula: Beauxbatons y Durmstrang. Tiene pinta de que va a ser mucho más agradable que el anterior.
Muchas miradas se dirigieron a Fleur y Krum, que estaban sentados junto a Bill. Ninguno de los dos campeones pareció incómodo ante la súbita atención de medio comedor.
Dumbledore pidió un voluntario para leer y muchos se ofrecieron, probablemente debido al hecho de que el capítulo parecía más cómodo de leer que otros.
El director escogió a un Slytherin, Vaisey, que subió a la tarima y comenzó a leer de inmediato.
Como si su cerebro se hubiera pasado la noche discurriendo, Harry se levantó temprano a la mañana siguiente con un plan perfectamente concebido. Se vistió a la pálida luz del alba, salió del dormitorio sin despertar a Ron y bajó a la sala común, en la que aún no había nadie.
— ¡Va a meter su nombre en el cáliz! — saltó un chico de cuarto.
— Seguro que sí. Ya te vale, Potter… — resopló McLaggen, ganándose una mirada asqueada por parte de George.
Harry bufó.
— Yo no metí mi nombre en el cáliz de fuego. ¿Cuántas veces tengo que decirlo?
Pero esos dos alumnos no cambiaron de parecer. Miraban hacia el libro con ansias, como si estuvieran deseando que la lectura les diera la razón.
Allí cogió un trozo de pergamino de la mesa en la que todavía estaba su trabajo para la clase de Adivinación, y escribió en él la siguiente carta:
Querido Sirius:
Creo que lo de que me dolía la cicatriz fue algo que me imaginé, nada más. Estaba medio dormido la última vez que te escribí.
— Qué mono — se oyó decir a Romilda Vane.
No tiene sentido que vengas, aquí todo va perfectamente. No te preocupes por mí, mi cabeza está bien.
Harry
McLaggen no pareció arrepentirse en absoluto de sus palabras, pero el chico de cuarto evitó la mirada de Harry y agachó la cabeza.
Sirius suspiró.
— Tus intenciones eran buenas, Harry — dijo. — Pero espero que nunca vuelvas a verte en una posición en la que tengas que mentirme. Ya te lo he dicho antes, puedes contarme lo que te pasa.
Harry asintió, sin saber qué contestar, pero sintiéndose muy agradecido.
Salió por el hueco del retrato, subió por la escalera del castillo, que estaba sumido en el silencio (sólo lo retrasó Peeves, que intentó vaciar un jarrón grande encima de él, en medio del corredor del cuarto piso),
Se oyeron algunos bufidos y más de una risita.
y finalmente llego a la lechucería, que estaba situada en la parte superior de la torre oeste.
La lechucería era un habitáculo circular con muros de piedra, bastante frío y con muchas corrientes de aire, puesto que ninguna de las ventanas tenía cristales.
— ¿Las lechuzas nunca tienen frío? — preguntó una niña de primero.
— Son animales muy resistentes — replicó Hagrid. — Aunque también tienen un límite, las pobres. En grandes nevadas lo pasan mal.
El suelo estaba completamente cubierto de paja, excrementos de lechuza y huesos regurgitados de ratones y campañoles.
Lavender y Parvati pusieron caras de asco.
Sobre las perchas, fijadas a largos palos que llegaban hasta el techo de la torre, descansaban cientos y cientos de lechuzas de todas las razas imaginables, casi todas dormidas, aunque Harry podía distinguir aquí y allá algún ojo ambarino fijo en él.
Algunos alumnos de primero, los que todavía no habían tenido la oportunidad de subir a la lechucería, parecieron muy impresionados con la descripción.
Vio a Hedwig acurrucada entre una lechuza común y un cárabo, y se fue aprisa hacia ella, resbalando un poco en los excrementos esparcidos por el suelo.
— Pues espero que te limpiaras los zapatos antes de ir a la sala común — se quejó Parvati.
Harry rodó los ojos y no contestó.
Le costó bastante rato persuadirla de que abriera los ojos y, luego, de que los dirigiera hacia él en vez de caminar de un lado a otro de la percha arrastrando las garras y dándole la espalda. Evidentemente, seguía dolida por la falta de gratitud mostrada por Harry la noche anterior.
— Y con razón — dijo Hermione.
— Ya lo sé — replicó Harry, molesto. Era consciente de que había sido borde con Hedwig y se sentía mal al recordarlo.
Al final, Harry sugirió en voz alta que tal vez estuviera demasiado cansada y que sería mejor pedirle a Ron que le prestara a Pigwidgeon, y fue entonces cuando Hedwig levantó la pata para que le atara la carta.
Eso provocó algunas risas.
— Menuda orgullosa — dijo Sirius con una sonrisa.
—Tienes que encontrarlo, ¿vale? —le dijo Harry, acariciándole la espalda mientras la llevaba posada en su brazo hasta uno de los agujeros del muro—. Tienes que encontrarlo antes que los dementores.
— Oh, Harry — se oyó decir a la señora Weasley. Sirius suspiró.
— No me iban a encontrar los dementores. Sé esconderme — le aseguró, exasperado. Viendo la mirada de Harry, añadió: — Ya sé que transformarme delante de todo el comedor no fue lo más inteligente, pero no me puedes decir que no ha salido bien. Sigo vivo, ¿no?
A regañadientes, Harry asintió. Se alegraba mucho de tener a su padrino allí con él y de que tanta gente hubiera escuchado que era inocente, pero no se sentiría tranquilo del todo hasta que salieran de allí y Fudge le absolviera de todos los cargos.
El ministro miraba en ese momento a Sirius, y Harry estaba seguro de que aún recordaba que Canuto le había mordido. ¿Y si ese momento de diversión le costaba la libertad?
Ella le pellizcó el dedo, quizá más fuerte de lo habitual, pero ululó como siempre, suavemente, como diciéndole que se quedara tranquilo. Luego extendió las alas y salió al mismo tiempo que lo hacía el sol.
— Hedwig es genial — dijo Luna.
Harry estaba totalmente de acuerdo.
Harry la contempló mientras se perdía de vista, sintiendo la ya habitual molestia en el estómago. Había estado demasiado seguro de que la respuesta de Sirius lo aliviaría de las preocupaciones en vez de incrementárselas.
— No me arrepiento de haber regresado — dijo Sirius. — Habría tenido que hacerlo de todas formas en cuanto te eligieran para participar en el torneo.
—Le has dicho una mentira, Harry —le espetó Hermione en el desayuno, después que él les contó lo que había hecho—. No te imaginaste que la cicatriz te doliera, y lo sabes.
—¿Y qué? —repuso Harry—. No quiero que vuelva a Azkaban por culpa mía.
—Déjalo —le dijo Ron a Hermione bruscamente, cuando ella abrió la boca para argumentar contra Harry. Y, por una vez, Hermione le hizo caso y se quedó callada.
— ¡Milagro! — exclamó Fred, provocando algunas risas. Hermione lo miró mal.
Durante las dos semanas siguientes, Harry intentó no preocuparse por Sirius. La verdad era que cada mañana, cuando llegaban las lechuzas, no podía dejar de mirar muy nervioso en busca de Hedwig, y por las noches, antes de ir a dormir, tampoco podía evitar representarse horribles visiones de Sirius acorralado por los dementores en alguna oscura calle de Londres;
— Siempre te pones en lo peor — rió Tonks.
— Qué poca fe — bufó Sirius al mismo tiempo, aunque parecía conmovido. — No iban a pillarme tan fácilmente.
pero, entre una cosa y otra, intentaba apartar sus pensamientos de su padrino. Hubiera querido poder jugar al quidditch para distraerse. Nada le iba mejor a una mente atribulada que una buena sesión de entrenamiento.
Muchos asintieron y murmuraron, de acuerdo con él. Harry se fijó en que la mayoría de ellos jugaban en los equipos de sus casas.
Por otro lado, las clases se estaban haciendo más difíciles y duras que nunca, en especial la de Defensa Contra las Artes Oscuras.
Para su sorpresa, el profesor Moody anunció que les echaría la maldición imperius por turno, tanto para mostrarles su poder como para ver si podían resistirse a sus efectos.
Se oyeron jadeos y gritos ahogados.
— ¿Que hizo qué? — exclamó la profesora McGonagall.
— Imposible — bufó Sprout.
— ¡Habrase visto! — dijo Flitwick, que se había puesto en pie (aunque casi no se notaba).
A lo largo de todo el comedor, tanto alumnos como profesores e invitados estaban en shock. Muchos miraban a Moody como si estuviera loco. Otros, sin embargo, parecían decepcionados.
— ¡Con nuestra clase no hizo eso! — se quejó un chico de sexto.
— En la mía tampoco — saltó otro. — ¡Qué injusto!
Moody mantuvo la boca cerrada, aunque, cuando un par de chicas de segundo se quedaron mirándole con expresiones de horror, les dedicó una sonrisa terrorífica, haciéndolas gritar.
— ¿Tú sabías esto, Dumbledore? — farfulló Fudge.
— Me temo que no — suspiró Dumbledore. — Por desgracia, y al contrario de lo que la gente suele creer, no tengo la capacidad de saber todo lo que sucede en el colegio en cada momento. Nunca supe que el profesor Moody utilizó maldiciones imperdonables en sus clases.
Para Umbridge, esa afirmación fue como una confesión de culpa.
— Así que un profesor puede utilizar maldiciones imperdonables en el castillo y, además, hacerlo de forma pública y contra los alumnos… ¿sin que el director sepa nada? Discúlpeme si me equivoco, pero eso me suena un poco extraño — dijo. — O bien no está siendo sincero o bien demuestra una falta de profesionalidad tan grave que me atrevería a decir que debería ser despedido de su puesto por ello.
Harry se fijó entonces en la profesora McGonagall, que estaba blanca como el papel y miraba a Dumbledore con intensidad. Otros profesores también parecían alarmados ante la noticia, cosa que a Harry le pilló por sorpresa. Había asumido que todos habrían escuchado hablar de aquella famosa clase, pero parecía que esa información jamás había pasado del alumnado al profesorado.
— ¿Por qué ningún alumno nos avisó? — exclamó la profesora Sprout en voz alta, como si hubiera escuchado los pensamientos de Harry. — ¿A ninguno le pareció raro que un profesor utilizara maldiciones imperdonables en clase?
Los estudiantes de quinto intercambiaron miradas, algo confusos.
— Pues la verdad es que no — admitió Ron. — Quiero decir… Quirrell tenía a Quien-Tú-Sabes en el cogote y Lockhart intentó borrarnos la memoria a Harry y a mí. Utilizar las maldiciones imperdonables en clase no es nada, en comparación.
La señora Weasley pareció consternada al oír eso, mientras que el señor Weasley se había puesto bastante pálido. Entre los profesores, el ambiente era de culpabilidad y vergüenza. Entre los alumnos, la mayoría todavía miraba a Moody con asombro y recelo.
— Al menos fue una lección útil — dijo Dean, ganándose varias miradas sorprendidas.
— Sí, mucho mejor que la de los duendecillos, sin duda — añadió Seamus.
Cuando todos los alumnos de quinto le dieron la razón, Umbridge pareció salir de su estupor.
— Que estéis tan acostumbrados al peligro que no os parezca algo extraordinario no significa que lo que hizo el profesor Moody esté bien — dijo. — Y solo refuerza mi tesis de que el profesor Dumbledore no está capacitado para continuar con sus funciones.
— Sí, sí, definitivamente — dijo Fudge, aunque a Harry le dio la sensación de que no estaba del todo seguro de lo que estaba diciendo. — Hablaremos de ello cuando acabe la lectura.
Si Umbridge se sintió molesta, no dijo nada. Vaisey siguió leyendo al ver que nadie añadía nada más.
—Pero... pero usted dijo que eso estaba prohibido, profesor —le dijo una vacilante Hermione, al tiempo que Moody apartaba las mesas con un movimiento de la varita, dejando un amplio espacio en el medio del aula—. Usted dijo que usarlo contra otro ser humano estaba...
—Dumbledore quiere que os enseñe cómo es —la interrumpió Moody, girando hacia Hermione el ojo mágico y fijándolo sin parpadear en una mirada sobrecogedora —. Si alguno de vosotros prefiere aprenderlo del modo más duro, cuando alguien le eche la maldición para controlarlo completamente, por mí de acuerdo. Puede salir del aula.
— Creo que debo aclarar algo — dijo Dumbledore, probablemente porque había notado la mirada furiosa de la señora Weasley. — Yo no le pedí al profesor Moody que utilizara las maldiciones contra los alumnos, sino que enseñara cómo son, sin censuras. Una explicación detallada, combinada con la demostración que hizo con las arañas, habría sido más que suficiente.
Eso pareció calmar a algunos de los adultos, pero Harry pensó que Dumbledore estaba muy equivocado. A él le había sido más útil poder sentir la maldición Imperius por sí mismo de lo que mil explicaciones detalladas le habrían sido.
Señaló la puerta con un dedo nudoso. Hermione se puso muy colorada, y murmuró algo de que no había querido decir que deseara irse. Harry y Ron se sonrieron el uno al otro. Sabían que Hermione preferiría beber pus de bubotubérculo antes que perderse una clase tan importante.
Algunos pusieron caras de asco al escuchar eso. Hermione rodó los ojos, pero no contradijo las palabras del libro.
Moody empezó a llamar por señas a los alumnos y a echarles la maldición imperius. Harry vio cómo sus compañeros de clase, uno tras otro, hacían las cosas más extrañas bajo su influencia: Dean Thomas dio tres vueltas al aula a la pata coja cantando el himno nacional,
Se escucharon risitas y Dean se ruborizó. Seamus soltó una carcajada que se escuchó en todo el comedor.
Lavender Brown imitó una ardilla y Neville ejecutó una serie de movimientos gimnásticos muy sorprendentes, de los que hubiera sido completamente incapaz en estado normal.
— Ojalá el libro incluyera imágenes— dijo con sorna un chico de sexto de Slytherin.
— No lo entiendo — dijo una chica de segundo al mismo tiempo. — ¿Por qué Longbottom fue capaz de hacer esos movimientos si en estado normal no puede hacerlos?
Fue Moody quien respondió:
— Porque la maldición Imperius te obliga a hacer hasta las cosas de las que jamás te considerarías capaz — gruñó.
— Pero… — siguió la chica de segundo, con valentía, a pesar de que se la veía un poco insegura. — Si fue capaz de hacer esos movimientos estando bajo la maldición, significa que su cuerpo es capaz de realizarlos. Si no, se habría roto algo, ¿no?
Neville tenía el ceño fruncido y parecía muy confuso. Hermione, sin embargo, pareció entender lo que la chica quería decir.
— Si Neville fuera físicamente incapaz de hacer esos movimientos, se habría hecho daño al hacerlos por obligación — dijo Hermione en voz alta. — Pero no fue así. Lo que significa…
— Que Neville podría ser gimnasta si tuviera más confianza en sí mismo — acabó Ron por ella, sonriendo.
Neville soltó un bufido e ignoró las risas que se oían desde varios puntos del comedor.
— Ni de broma — dijo.
Pero a Harry le pareció que la teoría no era tan descabellada como parecía a simple vista.
Ninguno de ellos parecía capaz de oponer ninguna resistencia a la maldición, y se recobraban sólo cuando Moody la anulaba.
—Potter —gruñó Moody—, ahora te toca a ti.
Se oyeron algunos "Oooh" y alguien dijo "Ahora viene lo bueno", aunque Harry no supo quién fue.
Harry se adelantó hasta el centro del aula, en el espacio despejado de mesas. Moody levantó la varita mágica, lo apuntó con ella y dijo:
—¡Imperio!
Fue una sensación maravillosa. Harry se sintió como flotando cuando toda preocupación y todo pensamiento desaparecieron de su cabeza, no dejándole otra cosa que una felicidad vaga que no sabía de dónde procedía. Se quedó allí, inmensamente relajado, apenas consciente de que todos lo miraban.
— Suena agradable — dijo Roger Davies.
— Lo es — afirmó Dean.
Y luego oyó la voz de Ojoloco Moody, retumbando en alguna remota región de su vacío cerebro: Salta a la mesa... salta a la mesa...
Harry, obedientemente, flexionó las rodillas, preparado a dar el salto.
Algunos rieron, imaginando lo que iba a suceder.
Salta a la mesa...
«Pero ¿por qué?»
Otra voz susurró desde la parte de atrás de su cerebro. «Qué idiotez, la verdad», dijo la voz.
Harry vio que algunos miembros de la Orden parecían impresionados. Entre los alumnos, principalmente había mucha confusión.
Salta a la mesa...
«No, creo que no lo haré, gracias —dijo la otra voz, con un poco más de firmeza —. No, realmente no quiero...»
— Lo haces parecer fácil — dijo Lupin, asombrado. — Es muy complicado resistirse a la maldición Imperius.
Harry sintió sus mejillas arder al notar las miradas de todos caer sobre él de nuevo, al tiempo que comprendían lo que estaban leyendo.
¡Salta! ¡Ya!
Lo siguiente que notó Harry fue mucho dolor. Había tratado al mismo tiempo de saltar y de resistirse a saltar. El resultado había sido pegarse de cabeza contra la mesa, que se volcó, y, a juzgar por el dolor de las piernas, fracturarse las rótulas.
— ¿Te las fracturaste de verdad? — exclamó Hannah Abbott.
— No, pero dolía bastante — respondió Harry.
Le pareció oír a alguien llamarle "exagerado", pero decidió ignorarlo.
—Bien, ¡por ahí va la cosa! —gruñó la voz de Moody.
De pronto Harry sintió que la sensación de vacío desaparecía de su cabeza. Recordó exactamente lo que estaba ocurriendo, y el dolor de las rodillas aumentó.
—¡Mirad esto, todos vosotros... Potter se ha resistido! Se ha resistido, ¡y el condenado casi lo logra! Lo volveremos a intentar, Potter, y todos los demás prestad atención. Miradlo a los ojos, ahí es donde podéis verlo. ¡Muy bien, Potter, de verdad que muy bien! ¡No les resultará fácil controlarte!
A pesar de que quien lo había elogiado tan fuertemente había sido un mortífago, Harry no podía evitar sentir una pizca de orgullo al recordarlo.
— No tiene sentido — susurró Ron. — ¿Por qué estaba tan contento de que pudieras resistirte?
Harry se encogió de hombros. No tenía la más remota idea, pero supuso que la reacción del falso Moody se había debido principalmente a la sorpresa y al hecho de que era un buen actor, por mucho que a Harry le pesara admitirlo.
—Por la manera en que habla —murmuró Harry una hora más tarde, cuando salía cojeando del aula de Defensa Contra las Artes Oscuras (Moody se había empeñado en hacerle repetir cuatro veces la experiencia, hasta que logró resistirse completamente a la maldición imperius)—, se diría que estamos a punto de ser atacados de un momento a otro.
Harry, Ron y Hermione intercambiaron miradas. Ahora sabían que, efectivamente, un ataque podía suceder cuando menos se lo esperaran.
Sin querer, Harry desvió la mirada hacia Amos Diggory, que escuchaba la lectura con semblante serio. Volvió a fijar la vista en el libro antes de que el hombre se diera cuenta de que lo miraba.
—Sí, es verdad —dijo Ron, dando alternativamente un paso y un brinco: había tenido muchas más dificultades con la maldición que Harry, aunque Moody le aseguró que los efectos se habrían pasado para la hora de la comida—.
Algunos rieron y Ron se puso colorado.
Hablando de paranoias... —Ron echó una mirada nerviosa por encima del hombro para comprobar que Moody no estaba en ningún lugar en que pudiera oírlo, y prosiguió—, no me extraña que en el Ministerio estuvieran tan contentos de desembarazarse de él: ¿no le oíste contarle a Seamus lo que le hizo a la bruja que le gritó «¡bu!» por detrás el día de los inocentes? ¿Y cuándo se supone que vamos a ponernos al tanto de la maldición imperius con todas las otras cosas que tenemos que hacer?
— ¿Qué le hizo a la bruja? — preguntó un chico de primero, mirando directamente a Moody con los ojos como platos.
— La convertí en pavo y me la tomé en la cena — replicó Moody. El niño jadeó y apartó la mirada rápidamente.
La señora Weasley le lanzó una mirada exasperada a Moody, que no parecía arrepentido en absoluto. Tonks se desternillaba de risa, al igual que Sirius, mientras Lupin parecía compadecerse del pobre alumno.
— Esa no es la historia real, pero no me sorprendería que lo fuese — le susurró Seamus a Dean, aunque Harry también lo escuchó. — Ese tío está majareta.
Todos los alumnos de cuarto habían apreciado un evidente incremento en la cantidad de trabajo para aquel trimestre. La profesora McGonagall les explicó a qué se debía, cuando la clase recibió con quejas los deberes de Transformaciones que ella acababa de ponerles.
—¡Estáis entrando en una fase muy importante de vuestra educación mágica! — declaró con ojos centelleantes—. Se acercan los exámenes para el TIMO.
— Aún les faltaba un año — se quejó Sirius.
McGonagall le lanzó una mirada severa que hizo que cerrara la boca de inmediato.
—¡Pero si no tendremos el TIMO hasta el quinto curso! —objetó Dean Thomas.
—Es verdad, Thomas, pero créeme: ¡tenéis que prepararos lo más posible! La señorita Granger sigue siendo la única persona de la clase que ha logrado convertir un erizo en un alfiletero como Dios manda. ¡Permíteme recordarte que el tuyo, Thomas, aún se hace una pelota cada vez que alguien se le acerca con un alfiler!
Hermione, que se había ruborizado, trató de no parecer demasiado satisfecha de sí misma.
Se oyeron muchas risas, tanto por los que se burlaban de Dean (que había soltado un bufido y ahora fingía no darse cuenta de las risitas) como por los que consideraban graciosa la reacción de Hermione. En el presente, Hermione también se había puesto colorada.
A Harry y Ron les costó contener la risa en la siguiente clase de Adivinación cuando la profesora Trelawney les dijo que les había puesto sobresaliente en los trabajos.
— ¿Va en serio? — exclamó Lee Jordan antes de soltar una carcajada.
— Bueno, lo acertasteis todo, así que merecíais una buena nota — dijo Fred, guiñándole un ojo a Ron.
— Que no soy vidente — gruñó él.
— Lo que tú digas — replicó Fred con una sonrisita.
Leyó pasajes enteros de sus predicciones, elogiándolos por la indiferencia con que aceptaban los horrores que les deparaba el futuro inmediato. Pero no les hizo tanta gracia cuando ella les mandó repetir el trabajo para el mes siguiente: a los dos se les había agotado el repertorio de desgracias.
— Normal que les causara indiferencia, todo era falso — bufó Lisa Turpin. — Yo no creo que se merecieran el sobresaliente, aunque acertaran por casualidad.
Algunos le lanzaron miradas exasperadas, mientras otros le dieron la razón. A Harry le daba totalmente igual lo que ella pensara: aquel sobresaliente le había sentado muy bien.
El profesor Binns, el fantasma que enseñaba Historia de la Magia, les mandaba redacciones todas las semanas sobre las revueltas de los duendes en el siglo XVIII; el profesor Snape los obligaba a descubrir antídotos, y se lo tomaron muy en serio porque había dado a entender que envenenaría a uno de ellos antes de Navidad para ver si el antídoto funcionaba;
— ¡Severus! — bufó McGonagall, aunque a Harry le pareció más divertida que enfadada.
— Motivar a los alumnos es importante — replicó Snape.
— Sí, ¡pero necesitan refuerzos positivos! — fue la profesora Sprout quien habló, exasperada.
— ¿Qué hay más positivo que no ver morir a tu mascota?
Dando a Snape por un caso perdido, las profesoras resoplaron y no dijeron nada más. Vaisey siguió leyendo.
y el profesor Flitwick les había ordenado leer tres libros más como preparación a su clase de encantamientos convocadores.
Los alumnos de cursos inferiores parecían estar agobiándose un poco ante la perspectiva de tener tanto trabajo en el futuro.
Hasta Hagrid los cargaba con un montón de trabajo. Los escregutos de cola explosiva crecían a un ritmo sorprendente aunque nadie había descubierto todavía qué comían.
— Quizá se alimentaban de aire — sugirió una chica de primero.
Algunos la juzgaron con la mirada.
Hagrid estaba encantado y, como parte del proyecto, les sugirió ir a la cabaña una tarde de cada dos para observar los escregutos y tomar notas sobre su extraordinario comportamiento.
— Nadie puede estar tan loco como para querer pasar la tarde con esos bichos — dijo Nott con una mueca.
Hagrid no dijo nada, pero Harry estaba seguro de que el comentario le había molestado.
—No lo haré —se negó rotundamente Malfoy cuando Hagrid les propuso aquello con el aire de un Papá Noel que sacara de su saco un nuevo juguete—. Ya tengo bastante con ver esos bichos durante las clases, gracias.
— Odio estar de acuerdo con Malfoy en algo, pero... — murmuró Ron.
Harry pensaba lo mismo, para su desgracia.
De la cara de Hagrid desapareció la sonrisa.
—Harás lo que te digo —gruñó—, o seguiré el ejemplo del profesor Moody... Me han dicho que eres un hurón magnifico, Malfoy.
Medio comedor se echó a reír con ganas. Malfoy, con las mejillas rosas de vergüenza, le lanzó a Hagrid una mirada llena de rabia.
Los de Gryffindor estallaron en carcajadas. Malfoy enrojeció de cólera, pero dio la impresión de que el recuerdo del castigo que le había infligido Moody era lo bastante doloroso para impedirle replicar.
— Hay que admitir que Moody tuvo sus buenos momentos — dijo Sirius alegremente.
El verdadero Moody gruñó y no dijo nada.
Harry, Ron y Hermione volvieron al castillo al final de la clase de muy buen humor: haber visto que Hagrid ponía en su sitio a Malfoy era especialmente gratificante, sobre todo porque éste había hecho todo lo posible el año anterior para que despidieran a Hagrid.
— Ya era hora de que Hagrid se defendiera— dijo Charlie sonriente.
Hagrid se ruborizó y le devolvió la sonrisa.
Cuando llegaron al vestíbulo, no pudieron pasar debido a la multitud de estudiantes que estaban arremolinados al pie de la escalinata de mármol, alrededor de un gran letrero. Ron, el más alto de los tres, se puso de puntillas para echar un vistazo por encima de las cabezas de la multitud, y leyó en voz alta el cartel:
Harry bufó. No le molestaba que Ron fuera más alto que él, pero, ¿por qué en todos los libros lo mencionaban?
TORNEO DE LOS TRES MAGOS
Los representantes de Beauxbatons y Durmstrang llegarán a las seis en punto del viernes 30 de octubre. Las clases se interrumpirán media hora antes.
De nuevo, una oleada de miradas cayeron sobre Fleur y Krum.
—¡Estupendo! —dijo Harry—. ¡La última clase del viernes es Pociones! ¡A Snape no le dará tiempo de envenenarnos a todos!
Snape rodó los ojos. Algunos de los alumnos de primero lo miraban con más miedo que antes.
Los estudiantes deberán llevar sus libros y mochilas a los dormitorios y reunirse a la salida del castillo para recibir a nuestros huéspedes antes del banquete de bienvenida.
—¡Sólo falta una semana! —dijo emocionado Ernie Macmillan, un alumno de Hufflepuff, saliendo de la aglomeración—.
Ernie pegó un salto en el asiento al escuchar su nombre tan de repente.
Me pregunto si Cedric estará enterado. Me parece que voy a decírselo...
Harry casi se atragantó con su propia saliva.
El ambiente en el comedor se tensó tan rápido que cualquiera diría que acababa de entrar un dementor. Amos Diggory frunció el ceño y se inclino un poco hacia delante en el sillón que ocupaba.
—¿Cedric? —dijo Ron sin comprender, mientras Ernie se iba a toda prisa.
—Diggory —explicó Harry—. Querrá participar en el Torneo.
—¿Ese idiota, campeón de Hogwarts? —gruñó Ron mientras se abrían camino hacia la escalera por entre la bulliciosa multitud.
Ron sí que se atragantó con su propia saliva, algo que fue de agradecer, ya que le impidió ver la decena de miradas llenas de reproche que volaron hacia él.
El señor Diggory le lanzó una mirada asesina, mientras que un grupo de Hufflepuffs parecían mucho más agresivos de lo que Harry habría esperado. Si no hubiera habido profesores presentes, seguramente alguno de ellos habría intentado pegarle a Ron. Cho tambíen parecía disgustada y miraba a Ron con desagrado.
—No es idiota. Lo que pasa es que no te gusta porque venció al equipo de Gryffindor en el partido de quidditch —repuso Hermione—. He oído que es un estudiante realmente bueno. Y es prefecto.
Los Hufflepuff que habían estado lanzándole dagas con los ojos a Ron parecieron calmarse al oír eso.
Lo dijo como si eso zanjara la cuestión.
—Sólo te gusta porque es guapo —dijo Ron mordazmente.
— Weasley está celoso — dijo una chica de tercero, mientras otras dos reían.
— Os lo dije, le gusta Granger — se oyó decir a otra en la zona de Ravenclaw.
— De eso nada. Granger pega más con Potter — replicó un chico, también de Ravenclaw.
— Ni de broma — contestó Angelina, a quien parecía que el tema le interesaba.
Ron, que seguía rojo por su atragantamiento, evitó a toda costa la mirada de Hermione, quien, como Harry pudo notar, también se había ruborizado.
—Perdona, a mí no me gusta la gente sólo porque sea guapa —repuso Hermione indignada.
Ron fingió que tosía, y su tos sonó algo así como: «¡Lockhart!»
Muchos se echaron a reír. Incluso algunos de los Hufflepuffs que habían estado tan enfadados hacía un momento fueron incapaces de no sonreír al escuchar eso.
El cartel del vestíbulo causó un gran revuelo entre los habitantes del castillo. Durante la semana siguiente, y fuera donde fuera Harry, no había más que un tema de conversación: el Torneo de los tres magos. Los rumores pasaban de un alumno a otro como gérmenes altamente contagiosos: quién se iba a proponer para campeón de Hogwarts, en qué consistiría el Torneo, en qué se diferenciaban de ellos los alumnos de Beauxbatons y Durmstrang...
— ¿Eran muy diferentes a nosotros? — preguntó un chico de primero.
— No te creas. Aunque sus uniformes son mucho mejores — replicó Seamus.
Harry notó, además, que el castillo parecía estar sometido a una limpieza especialmente concienzuda. Habían restregado algunos retratos mugrientos, para irritación de los retratados, que se acurrucaban dentro del marco murmurando cosas y muriéndose de vergüenza por el color sonrosado de su cara. Las armaduras aparecían de repente brillantes y se movían sin chirriar, y Argus Filch, el conserje, se mostraba tan feroz con cualquier estudiante que olvidara limpiarse los zapatos que aterrorizó a dos alumnas de primero hasta la histeria.
Dos chicas de segundo resoplaron al escuchar eso.
— Me tuvieron que hacer una tila en las cocinas — dijo una de ellas, mirando con enfado hacia donde Filch se encontraba. Pero el conserje no parecía arrepentirse en absoluto; al contrario, había un brillo de orgullo en sus ojos que a Harry le pareció muy desagradable.
Los profesores también parecían algo nerviosos.
—¡Longbottom, ten la amabilidad de no decir delante de nadie de Durmstrang que no eres capaz de llevar a cabo un sencillo encantamiento permutador! —gritó la profesora McGonagall al final de una clase especialmente difícil en la que Neville se había equivocado y le había injertado a un cactus sus propias orejas.
Algunos le lanzaron a McGonagall miradas de reproche. Neville pareció muy incómodo, especialmente cuando las risitas mal disimuladas de buena parte del comedor se extendieron durante varios segundos más de lo habitual.
Cuando bajaron a desayunar la mañana del 30 de octubre, descubrieron que durante la noche habían engalanado el Gran Comedor. De los muros colgaban unos enormes estandartes de seda que representaban las diferentes casas de Hogwarts: rojos con un león dorado los de Gryffindor, azules con un águila de color bronce los de Ravenclaw, amarillos con un tejón negro los de Hufflepuff, y verdes con una serpiente plateada los de Slytherin. Detrás de la mesa de los profesores, un estandarte más grande que los demás mostraba el escudo de Hogwarts: el león, el águila, el tejón y la serpiente se unían en torno a una enorme hache.
Los de primero escuchaban la descripción con expresiones de asombro.
— Ojalá este año lo decoren así por Navidad — dijo uno.
— Nah, las decoraciones de Navidad son más bonitas — replicó Lee Jordan.
Harry, Ron y Hermione vieron a Fred y George en la mesa de Gryffindor. Una vez más, y contra lo que había sido siempre su costumbre, estaban apartados y conversaban en voz baja. Ron fue hacia ellos, seguido de los demás.
—Es un peñazo de verdad —le decía George a Fred con tristeza—. Pero si no nos habla personalmente, tendremos que enviarle la carta. O metérsela en la mano. No nos puede evitar eternamente.
— ¿Qué os traíais entre manos? — bufó Seamus.
— Nada que debas saber — replicó Fred. — Aunque seguro que aparecerá en el libro.
Harry se preguntó cómo se tomaría la gente lo que Bagman le había hecho a los gemelos. Con una punzada de nervios, se imaginó la reacción de la señora Weasley cuando supiera que Harry les había dado el dinero del torneo a los gemelos...
No quería ni pensar en ello, así que volvió a centrarse en la lectura.
—¿Quién os evita? —quiso saber Ron, sentándose a su lado.
—Me gustaría que fueras tú —contestó Fred, molesto por la interrupción.
Se oyeron carcajadas y risitas a lo largo de todo el comedor. Incluso Hagrid rio, aunque trató de disimularlo para no ofender a Ron, quien parecía molesto. Los gemelos eran los que reían con más fuerza, bajo la mirada reprobatoria de su madre.
—¿Qué te parece un peñazo? —preguntó Ron a George.
—Tener de hermano a un imbécil entrometido como tú —respondió George.
— Suficiente. Pedidle perdón a Ron inmediatamente — resopló la señora Weasley, ignorando las risas del resto del comedor.
— Pero eso pasó hace un año, mamá — se quejó Fred, pero la mirada de su madre hizo que no protestara más. Se giró para mirar directamente a Ron y, con un suspiro dramático, dijo: — Acepte usted mis más sinceras disculpas.
— Tú no has sido sincero en tu vida — gruñó Ron.
La señora Weasley obligó a Fred y George a pedirle perdón a Ron una vez más, esta vez de verdad. Ron no parecía muy convencido, pero aceptó las disculpas con tal de poder cambiar de tema y seguir leyendo.
—¿Ya se os ha ocurrido algo para participar en el Torneo de los tres magos? — inquirió Harry—. ¿Habéis pensado alguna otra cosa para entrar?
McLaggen soltó un bufido.
— ¿Vas a seguir negando que te interesaba participar, Potter? Porque el dichoso libro está probando lo contrario.
— Claro que me interesaba — replicó Harry de mal humor. — Como a todos. Pero yo no me presenté.
Las opiniones al respecto parecían estar divididas, si bien Harry notó que cada vez menos gente cuestionaba sus palabras. McLaggen no era una de esas personas, a juzgar por su cara.
—Le pregunté a McGonagall cómo escogían a los campeones, pero no me lo dijo —repuso George con amargura—. Me mandó callar y seguir con la transformación del mapache.
—Me gustaría saber cuáles serán las pruebas —comentó Ron pensativo—. Porque yo creo que nosotros podríamos hacerlo, Harry. Hemos hecho antes cosas muy peligrosas.
— No te equivocabas — dijo Sirius.
— Es un poco triste que siendo tan jóvenes ya tuvieran tanta experiencia en situaciones peligrosas — dijo el profesor Flitwick. Varios profesores le dieron la razón, así como la señora Weasley.
—No delante de un tribunal —replicó Fred—. McGonagall dice que puntuarán a los campeones según cómo lleven a cabo las pruebas.
—Sería interesante ver cómo puntuaría un tribunal tu pelea con el basilisco — dijo Colin alegremente. — ¿Te quitarían puntos por haberte clavado el colmillo en el brazo?
— Yo le daría puntos por eso — dijo Dennis. — Por cada cosa peligrosa a la que sobrevivió, diez puntos más.
Harry no supo qué responder.
—¿Quiénes son los jueces? —preguntó Harry.
—Bueno, los directores de los colegios participantes deben de formar parte del tribunal —declaró Hermione, y todos se volvieron hacia ella, bastante sorprendidos —, porque los tres resultaron heridos durante el torneo de mil setecientos noventa y dos, cuando se soltó un basilisco que tenían que atrapar los campeones.
— ¡Toma! ¡Así que hubo un basilisco de verdad! — exclamó Colin.
— En cierta manera, Potter llevaba entrenándose para el torneo desde primero — dijo Justin Finch-Fletchley, asombrado.
Ella advirtió cómo la miraban y, con su acostumbrado aire de impaciencia cuando veía que nadie había leído los libros que ella conocía, explicó:
—Está todo en Historia de Hogwarts. Aunque, desde luego, ese libro no es muy de fiar. Un título más adecuado sería «Historia censurada de Hogwarts», o bien «Historia tendenciosa y selectiva de Hogwarts, que pasa por alto los aspectos menos favorecedores del colegio».
— Como todas las Historias de cualquier institución, siempre que la propia institución las escribe — dijo la profesora McGonagall. — Aunque he de decir que la de Hogwarts es bastante acertada, a pesar de sus deficiencias.
Hermione no parecía estar de acuerdo, pero no se atrevió a contradecir a la profesora. En cuanto al resto, a la mayoría de gente le daba bastante igual Historia de Hogwarts, incluido al propio Harry.
—¿De qué hablas? —preguntó Ron, aunque Harry creyó saber a qué se refería. —¡De los elfos domésticos! —dijo Hermione en voz alta, lo que le confirmó a Harry que no se había equivocado—. ¡Ni una sola vez, en más de mil páginas, hace la Historia de Hogwarts una sola mención a que somos cómplices de la opresión de un centenar de esclavos!
Se oyeron gemidos y más de una queja.
— Eres una pesada, Granger — dijo Marietta.
— Pero tengo razón en lo que digo — replicó Hermione en tono cortante.
Harry movió la cabeza a un lado y otro con desaprobación y se dedicó a los huevos revueltos que tenía en el plato. Su carencia de entusiasmo y la de Ron no había refrenado lo más mínimo la determinación de Hermione de luchar a favor de los elfos domésticos. Era cierto que tanto uno como otro habían puesto los dos sickles que daban derecho a una insignia de la P.E.D.D.O., pero lo habían hecho tan sólo para no molestarla.
Hermione frunció el ceño. Harry y Ron intercambiaron miradas, sintiendo el peligro.
Sin embargo, en ese momento una chica de tercero exclamó:
— ¡Qué bonito! Con el poco dinero que tiene Weasley, que le pagara dos sickles a Granger para hacerla feliz es precioso.
— No fue para hacerla feliz, fue para que no se enfadara — replicó otra chica, esta vez de cuarto.
— ¿Acaso no es lo mismo? — se metió un chico de Slytherin. — No tenía por qué pagarle nada, pero lo hizo porque es su amiga y la quiere. ¡Es obvio!
— Pero la quiere como amigos, no como algo más — respondió en tono mordaz la Ravenclaw que había leído el capítulo anterior. Harry no consiguió recordar su nombre.
— Yo creo que sí que le gusta como más que amigos — intervino Luna. Estaba sentada junto a Ginny, Harry y los demás y, por tanto, cuando habló medio comedor se giró para mirar en su dirección. — Pero eso es obvio desde hace varios libros.
Se habría podido freír un huevo en la cara de Ron, que trató de negar lo que Luna decía. Sin embargo, estaba tan nervioso que lo único que acertó a decir fue un simple "Qué va".
Hermione, por otro lado, ya no tenía el ceño fruncido. También estaba roja como un tomate.
Harry notó que la señora Weasley pasaba la mirada de Ron a Hermione, muy atenta, y que el resto de Weasleys parecían divertirse. Ginny rodó los ojos y se inclinó para susurrarle a Harry al oído:
— ¿Crees que se darán cuenta antes de que acabemos los siete libros?
Harry se encogió de hombros. No era estúpido: sabía que entre Ron y Hermione había algo extraño. Los celos de Ron cuando Hermione había quedado con Krum en el baile de Navidad no le habían pasado desapercibidos, aunque jamás hubiera mencionado nada.
La verdad, no sabía muy bien cómo sentirse al respecto. Por un lado, eran sus amigos y él quería que fueran felices. Por otro... si empezaban a salir, ¿qué sería de él? ¿Empezarían a hacer cosas de pareja y a darle de lado?
Era algo en lo que prefería no pensar, y le daba la sensación de que a sus dos amigos les pasaba igual. Ninguno de ellos dijo nada, ni siquiera cruzaron miradas, y el chico de Slytherin siguió leyendo al notar la falta de respuesta.
Sin embargo, habían malgastado el dinero, ya que si habían logrado algo era que Hermione se volviera más radical. Les había estado dando la lata desde aquel momento, primero para que se pusieran las insignias, luego para que persuadieran a otros de que hicieran lo mismo, y cada noche Hermione paseaba por la sala común de Gryffindor acorralando a la gente y haciendo sonar la hucha ante sus narices.
— El libro lo hace sonar como si estuviera acosando a la gente para que se uniera — se quejó Hermione, que aún no parecía haberse recuperado del todo y seguía sin mirar a Ron directamente.
— Es que acosabas a la gente — replicó Seamus. — Sin ofender, pero dabas miedo.
La mirada que le echó Hermione sí que dio miedo.
—¿Sois conscientes de que son criaturas mágicas que no perciben sueldo y trabajan en condiciones de esclavitud las que os cambian las sábanas, os encienden el fuego, os limpian las aulas y os preparan la comida? —les decía furiosa.
— ¿Y tú eres consciente de que hacen todo eso porque quieren? — replicó Pansy Parkinson.
— No porque quieren, sino porque están acostumbrados a ello — respondió Hermione, enfadándose cada vez más.
Algunos, como Neville, habían pagado sólo para que Hermione dejara de mirarlo con el entrecejo fruncido. Había quien parecía moderadamente interesado en lo que ella decía pero se negaba a asumir un papel más activo en la campaña. A muchos todo aquello les parecía una broma.
— Pues a mi me parece que tiene razón — dijo un chico de séptimo, de Ravenclaw. — Si sigue existiendo la P.E.D.D.O., quiero unirme.
Varios alumnos manifestaron sus deseos de unirse también, haciendo que Hermione se relajara un poco. Pansy, por otro lado. miraba a los que apoyaban a Hermione como si estuvieran chiflados.
Ron alzó los ojos al techo, donde brillaba la luz de un sol otoñal, y Fred se mostró enormemente interesado en su trozo de tocino (los gemelos se habían negado a adquirir su insignia de la P.E.D.D.O.). George, sin embargo, se aproximó a Hermione un poco.
—Escucha, Hermione, ¿has estado alguna vez en las cocinas?
—No, claro que no —dijo Hermione de manera cortante—. Se supone que los alumnos no...
—Bueno, pues nosotros sí —la interrumpió George, señalando a Fred—, un montón de veces, para mangar comida. Y los conocemos, y sabemos que son felices. Piensan que tienen el mejor trabajo del mundo.
—¡Eso es porque no están educados! Les han lavado el cerebro y... —comenzó a decir Hermione acaloradamente, pero las siguientes palabras quedaron ahogadas por el ruido de batir de alas encima de sus cabezas que anunciaba la llegada de las lechuzas mensajeras.
— Ese es el problema — exclamó Pansy. — Te están diciendo que conocen a los elfos domésticos y que son felices, pero aun así insistes en defenderlos cuando ellos ni siquiera te lo han pedido. ¡Ni siquiera has hablado con ellos para saber qué quieren!
— Dobby dejó muy claro que quería ser un elfo libre — contestó Hermione, como si eso zanjara la discusión.
— Pero Dobby es la excepción — bufó un chico de Ravenclaw. — La mayoría de elfos son felices así. ¿Quién eres tú para cambiar su forma de vida si ellos no quieren?
— No quieren porque no conocen...
— ¡Deja de asumir que sabes más que ellos sobre su condición y habla con ellos! — gritó Pansy. A Harry le sorprendió verla tan enfadada. — Eres muy egoísta, Granger.
Hermione jadeó.
— ¿La egoísta soy yo? ¡Tú eres la que está defendiendo la esclavitud!
— ¡Y tú eres la que se cree con derecho a decidir por toda una raza de criaturas mágicas sin siquiera tener en cuenta su opinión!
Harry se alarmó al ver que Hermione hacía un movimiento errático con el brazo, como si hubiera estado a punto de coger su varita pero se hubiera frenado a tiempo. Los profesores también debieron darse cuenta de que la situación estaba escalando demasiado rápido, porque McGonagall enseguida dijo:
— ¡Silencio! Ya es suficiente, las dos. Vamos a continuar leyendo y les ruego que presten atención.
Hermione y Pansy se lanzaban dagas con la mirada, pero ninguna dijo nada más.
Harry levantó la vista inmediatamente, y vio a Hedwig, que volaba hacia él. Hermione se calló de repente. Ella y Ron miraron nerviosos a Hedwig, que revoloteó hasta el hombro de Harry, plegó las alas y levantó la pata con cansancio.
— Pobrecita, debía estar agotada — dijo Luna. Su tono de voz tranquilo contrastaba mucho con el ambiente tenso que se había quedado tras la discusión entre Hermione y Pansy.
Harry le desprendió la respuesta de Sirius de la pata y le ofreció a Hedwig los restos de su tocino, que comió agradecida.
— ¿Las lechuzas pueden comer tocino? — se oyó preguntar a alguien.
Hagrid asintió.
Luego, tras asegurarse de que Fred y George habían vuelto a sumergirse en nuevas discusiones sobre el Torneo de los tres magos, Harry les leyó a Ron y a Hermione la carta de Sirius en un susurro:
Esa mentira te honra, Harry.
Ya he vuelto al país y estoy bien escondido. Quiero que me envíes lechuzas contándome cuanto sucede en Hogwarts. No uses a Hedwig. Emplea diferentes lechuzas, y no te preocupes por mí: cuida de ti mismo. No olvides lo que te dije de la cicatriz.
Sirius
— Lo de las diferentes lechuzas es un buen consejo — dijo Tonks.
— Sirius es más inteligente de lo que parece — respondió Lupin con una sonrisita. Sirius soltó un bufido y fingió darle un puñetazo en el costado, pero Lupin no dejó de sonreír.
—¿Por qué tienes que usar diferentes lechuzas? —preguntó Ron en voz baja.
—Porque Hedwig atrae demasiado la atención —respondió Hermione de inmediato—. Es muy llamativa. Una lechuza blanca yendo y viniendo a donde quiera que se haya ocultado... Como no es un ave autóctona...
— Exactamente — dijo Kingsley. Hermione pareció orgullosa de sí misma.
Harry enrolló la carta y se la metió en la túnica, preguntándose si se sentía más o menos preocupado que antes. Consideró que ya era algo que Sirius hubiera conseguido entrar en el país sin que lo atraparan. Tampoco podía negarse que la idea de que Sirius estuviera mucho más cerca era tranquilizadora. Por lo menos, no tendría que esperar la respuesta tanto tiempo cada vez que le escribiera.
— Y la pobre Hedwig no tendrá que volar tan lejos — añadió Katie.
—Gracias, Hedwig —dijo acariciándola. Ella ululó medio dormida, metió el pico un instante en la copa de zumo de naranja de Harry, y se fue, evidentemente ansiosa de echar una larga siesta en la lechucería.
— Cada vez que sale Hedwig me dan ganas de tener una lechuza — dijo Lavender.
— Lo mismo digo — replicó Parvati.
Aquel día había en el ambiente una agradable impaciencia. Nadie estuvo muy atento a las clases, porque estaban mucho más interesados en la llegada aquella noche de la gente de Beauxbatons y Durmstrang. Hasta la clase de Pociones fue más llevadera de lo usual, porque duró media hora menos.
— Ojalá fuera así siempre — dijo Dean en voz baja.
Cuando, antes de lo acostumbrado, sonó la campana, Harry, Ron y Hermione salieron a toda prisa hacia la torre de Gryffindor, dejaron allí las mochilas y los libros tal como les habían indicado, se pusieron las capas y volvieron al vestíbulo.
Los jefes de las casas colocaban a sus alumnos en filas.
—Weasley, ponte bien el sombrero —le ordenó la profesora McGonagall a Ron—. Patil, quítate esa cosa ridícula del pelo.
Parvati frunció el entrecejo y se quitó una enorme mariposa de adorno del extremo de la trenza.
Padma Patil le lanzó una mirada enfadada a McGonagall, pero no se atrevió a decirle nada.
— A mí me parecía bonita — murmuró Lavender. Parvati le sonrió, agradecida.
—Seguidme, por favor —dijo la profesora McGonagall—. Los de primero delante. Sin empujar...
Bajaron en fila por la escalinata de la entrada y se alinearon delante del castillo. Era una noche fría y clara. Oscurecía, y una luna pálida brillaba ya sobre el bosque prohibido. Harry, de pie entre Ron y Hermione en la cuarta fila, vio a Dennis Creevey temblando de emoción entre otros alumnos de primer curso.
Se escucharon risitas y Dennis se ruborizó intensamente.
—Son casi las seis —anunció Ron, consultando el reloj y mirando el camino que iba a la verja de entrada—. ¿Cómo pensáis que llegarán? ¿En el tren?
—No creo —contestó Hermione.
—¿Entonces cómo? ¿En escoba? —dijo Harry, levantando la vista al cielo estrellado.
— Habrría sido un poco difícil — dijo Krum, con una ceja arqueada.
Harry se sintió un poco avergonzado por haber hecho una pregunta tan tonta. Estando Durmstrang tan lejos, volar habría sido toda una odisea.
—No creo tampoco... no desde tan lejos...
—¿En traslador? —sugirió Ron—. ¿Pueden aparecerse? A lo mejor en sus países está permitido aparecerse antes de los diecisiete años.
—Nadie puede aparecerse dentro de los terrenos de Hogwarts. ¿Cuántas veces os lo tengo que decir? —exclamó Hermione perdiendo la paciencia.
— Hermione está harta ya — rio Angelina.
Escudriñaron nerviosos los terrenos del colegio, que se oscurecían cada vez más. No se movía nada por allí. Todo estaba en calma, silencioso y exactamente igual que siempre. Harry empezaba a tener un poco de frío, y confió en que se dieran prisa. Quizá los extranjeros preparaban una llegada espectacular... Recordó lo que había dicho el señor Weasley en el cámping, antes de los Mundiales: «Siempre es igual. No podemos resistirnos a la ostentación cada vez que nos juntamos...»
— Y así era — notó Ernie Macmillan.
Los de primero parecían muy emocionados.
Y entonces, desde la última fila, en la que estaban todos los profesores, Dumbledore gritó:
—¡Ajá! ¡Si no me equivoco, se acercan los representantes de Beauxbatons!
—¿Por dónde? —preguntaron muchos con impaciencia, mirando en diferentes direcciones.
—¡Por allí! —gritó uno de sexto, señalando hacia el bosque.
Un alumno de séptimo pegó un brinco y Harry estaba seguro de que se trataba del mismo que había gritado aquella vez. Se preguntó si, en caso de que el libro no hablara sobre su vida, a él también se le haría extraño escuchar sus palabras escritas en un libro. A estas alturas, ya se había acostumbrado a ello.
Una cosa larga, mucho más larga que una escoba (y, de hecho, que cien escobas), se acercaba al castillo por el cielo azul oscuro, haciéndose cada vez más grande.
—¡Es un dragón! —gritó uno de los de primero, perdiendo los estribos por completo.
—No seas idiota... ¡es una casa volante! —le dijo Dennis Creevey.
Un chico de segundo le lanzó una mirada de reproche a Dennis, que le sonrió y le guiñó un ojo, pero no se disculpó.
La suposición de Dennis estaba más cerca de la realidad. Cuando la gigantesca forma negra pasó por encima de las copas de los árboles del bosque prohibido casi rozándolas, y la luz que provenía del castillo la iluminó, vieron que se trataba de un carruaje colosal, de color azul pálido y del tamaño de una casa grande, que volaba hacia ellos tirado por una docena de caballos alados de color tostado pero con la crin y la cola blancas, cada uno del tamaño de un elefante.
Fleur sonreía con orgullo. Algunos alumnos de primero escuchaban la descripción con la boca abierta.
Las tres filas delanteras de alumnos se echaron para atrás cuando el carruaje descendió precipitadamente y aterrizó a tremenda velocidad. Entonces golpearon el suelo los cascos de los caballos, que eran más grandes que platos, metiendo tal ruido que Neville dio un salto y pisó a un alumno de Slytherin de quinto curso. Un segundo más tarde el carruaje se posó en tierra, rebotando sobre las enormes ruedas, mientras los caballos sacudían su enorme cabeza y movían unos grandes ojos rojos.
— ¿Tuviste problemas con el Slytherin? — preguntó Ron.
Neville negó con la cabeza. Harry miró hacia la zona de Slytherin y vio que un par de chicos de sexto susurraban, pero ninguno parecía molesto con Neville.
Antes de que la puerta del carruaje se abriera, Harry vio que llevaba un escudo: dos varitas mágicas doradas cruzadas, con tres estrellas que surgían de cada una.
Un muchacho vestido con túnica de color azul pálido saltó del carruaje al suelo, hizo una inclinación, buscó con las manos durante un momento algo en el suelo del carruaje y desplegó una escalerilla dorada. Respetuosamente, retrocedió un paso. Entonces Harry vio un zapato negro brillante, con tacón alto, que salía del interior del carruaje. Era un zapato del mismo tamaño que un trineo infantil. Al zapato le siguió, casi inmediatamente, la mujer más grande que Harry había visto nunca. Las dimensiones del carruaje y de los caballos quedaron inmediatamente explicadas. Algunos ahogaron un grito.
— Qué dramáticos — dijo Angelina, rodando los ojos.
— Estoy totalmente de acuegdo — respondió Fleur.
En toda su vida, Harry sólo había visto una persona tan gigantesca como aquella mujer, y ése era Hagrid. Le parecía que eran exactamente igual de altos, pero aun así (y tal vez porque estaba habituado a Hagrid) aquella mujer —que ahora observaba desde el pie de la escalerilla a la multitud, que a su vez la miraba atónita a ella— parecía aún más grande. Al dar unos pasos entró de lleno en la zona iluminada por la luz del vestíbulo, y ésta reveló un hermoso rostro de piel morena, unos ojos cristalinos grandes y negros, y una nariz afilada. Llevaba el pelo recogido por detrás, en la base del cuello, en un moño reluciente. Sus ropas eran de satén negro, y una multitud de cuentas de ópalo brillaban alrededor de la garganta y en sus gruesos dedos.
Hagrid sonreía con ganas y Harry tuvo que ocultar una sonrisita. El disimulo no era el fuerte del guardabosques.
Dumbledore comenzó a aplaudir. Los estudiantes, imitando a su director, aplaudieron también, muchos de ellos de puntillas para ver mejor a la mujer.
Sonriendo graciosamente, ella avanzó hacia Dumbledore y extendió una mano reluciente. Aunque Dumbledore era alto, apenas tuvo que inclinarse para besársela.
Algunos rieron al imaginarlo. Dumbledore sonreía y parecía que el recuerdo de la llegada de los otros colegios le causaba mucha felicidad.
—Mi querida Madame Maxime —dijo—, bienvenida a Hogwarts.
—«Dumbledog» —repuso Madame Maxime, con una voz profunda—, «espego» que esté bien.
—En excelente forma, gracias —respondió Dumbledore.
—Mis alumnos —dijo Madame Maxime, señalando tras ella con gesto lánguido. Harry, que no se había fijado en otra cosa que en Madame Maxime, notó que unos doce alumnos, chicos y chicas, todos los cuales parecían hallarse cerca de los veinte años, habían salido del carruaje y se encontraban detrás de ella. Estaban tiritando, lo que no era nada extraño dado que las túnicas que llevaban parecían de seda fina, y ninguno de ellos tenía capa. Algunos se habían puesto bufandas o chales por la cabeza. Por lo que alcanzaba a distinguir Harry (ya que los tapaba la enorme sombra proyectada por Madame Maxime), todos miraban el castillo de Hogwarts con aprensión.
— ¿Por qué no llevabais capas? — preguntó una chica de segundo.
— Nuestgos unifogmes no las tienen — replicó Fleur. — En Fgancia no hace tanto fgío como aquí.
— Pues debieron avisaros de que os abrigarais un poco más — notó Bill.
Fleur se encogió de hombros.
— Había tantas cosas que prepagag que ese detalle se les pasó por alto.
—¿Ha llegado ya «Kagkagov»? —preguntó Madame Maxime.
—Se presentará de un momento a otro —aseguró Dumbledore—. ¿Prefieren esperar aquí para saludarlo o pasar a calentarse un poco?
—Lo segundo, me «paguece» —respondió Madame Maxime—. «Pego» los caballos...
— Normal que eligiera lo segundo, sus alumnos se estaban congelando — dijo Lee con una sonrisita.
—Nuestro profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas se encargará de ellos encantado —declaró Dumbledore—, en cuanto vuelva de solucionar una pequeña dificultad que le ha surgido con alguna de sus otras... obligaciones.
—Con los escregutos —le susurró Ron a Harry.
Algunos rieron y Hagrid no lo negó, lo que para muchos fue una confirmación de que la sugerencia de Ron había sido certera.
—Mis «cogceles guequieguen»... eh... una mano «podegosa» —dijo Madame Maxime, como si dudara que un simple profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas fuera capaz de hacer el trabajo—. Son muy «fuegtes»...
—Le aseguro que Hagrid podrá hacerlo —dijo Dumbledore, sonriendo.
Hagrid sonrió con orgullo al escuchar eso.
—Muy bien —asintió Madame Maxime, haciendo una leve inclinación—. Y, «pog favog», dígale a ese «pgofesog Haggid» que estos caballos solamente beben whisky de malta «pugo».
—Descuide —dijo Dumbledore, inclinándose a su vez.
— Pues qué mimados los caballos — resopló un chico de tercero.
— Los tiene muy bien cuidados — sonrió Hagrid.
—Allons-y! —les dijo imperiosamente Madame Maxime a sus estudiantes, y los alumnos de Hogwarts se apartaron para dejarlos pasar y subir la escalinata de piedra.
—¿Qué tamaño calculáis que tendrán los caballos de Durmstrang? —dijo Seamus Finnigan, inclinándose para dirigirse a Harry y Ron entre Lavender y Parvati.
—Si son más grandes que éstos, ni siquiera Hagrid podrá manejarlos —contestó Harry—. Y eso si no lo han atacado los escregutos. Me pregunto qué le habrá ocurrido.
—A lo mejor han escapado —dijo Ron, esperanzado.
—¡Ah, no digas eso! —repuso Hermione,
— No me digas que los escregutos también te daban pena — bufó George.
con un escalofrío—. Me imagino a todos esos sueltos por ahí...
Se oyeron risitas.
— Vale, ahora lo entiendo — se disculpó George con Hermione, que simplemente rodó los ojos y le ignoró.
Para entonces ya tiritaban de frío esperando la llegada de la representación de Durmstrang. La mayoría miraba al cielo esperando ver algo. Durante unos minutos, el silencio sólo fue roto por los bufidos y el piafar de los enormes caballos de Madame Maxime. Pero entonces...
—¿No oyes algo? —preguntó Ron repentinamente.
Harry escuchó. Un ruido misterioso, fuerte y extraño llegaba a ellos desde las tinieblas. Era un rumor amortiguado y un sonido de succión, como si una inmensa aspiradora pasara por el lecho de un río...
— Vaya descripción más rara — dijo Ginny.
— Pero acertada — notó Dean. — Sonaba exactamente así.
—¡El lago! —gritó Lee Jordan, señalando hacia él—. ¡Mirad el lago!
Desde su posición en lo alto de la ladera, desde la que se divisaban los terrenos del colegio, tenían una buena perspectiva de la lisa superficie negra del agua. Y en aquellos momentos esta superficie no era lisa en absoluto. Algo se agitaba bajo el centro del lago. Aparecieron grandes burbujas, y luego se formaron unas olas que iban a morir a las embarradas orillas. Por último surgió en medio del lago un remolino, como si al fondo le hubieran quitado un tapón gigante...
Del centro del remolino comenzó a salir muy despacio lo que parecía un asta negra, y luego Harry vio las jarcias...
—¡Es un mástil! —exclamó.
— Felicidades, Potter. Sabes reconocer un barco cuando lo ves — dijo Malfoy, arrastrando las palabras, como si se aburriera.
Harry lo miró mal (aunque las risitas tontas de Crabbe y Goyle le molestaron más que el comentario de Malfoy) y decidió ignorarlo.
Lenta, majestuosamente, el barco fue surgiendo del agua, brillando a la luz de la luna. Producía una extraña impresión de cadáver, como si fuera un barco hundido y resucitado, y las pálidas luces que relucían en las portillas daban la impresión de ojos fantasmales. Finalmente, con un sonoro chapoteo, el barco emergió en su totalidad, balanceándose en las aguas turbulentas, y comenzó a surcar el lago hacia tierra. Un momento después oyeron la caída de un ancla arrojada al bajío y el sordo ruido de una tabla tendida hasta la orilla.
— La verdad es que fue impresionante — dijo Hannah Abbott.
Krum le agradeció sus palabras con una inclinación de la cabeza que hizo que la chica se ruborizara.
A la luz de las portillas del barco, vieron las siluetas de la gente que desembarcaba. Todos ellos, según le pareció a Harry, tenían la constitución de Crabbe y Goyle... pero luego, cuando se aproximaron más, subiendo por la explanada hacia la luz que provenía del vestíbulo, vio que su corpulencia se debía en realidad a que todos llevaban puestas unas capas de algún tipo de piel muy tupida.
— Qué diferencia con los de Beauxbatons — dijo Charlie.
El que iba delante llevaba una piel de distinto tipo: lisa y plateada como su cabello.
—¡Dumbledore! —gritó efusivamente mientras subía la ladera—. ¿Cómo estás, mi viejo compañero, cómo estás?
—¡Estupendamente, gracias, profesor Karkarov! —respondió Dumbledore. Karkarov tenía una voz pastosa y afectada. Cuando llegó a una zona bien iluminada, vieron que era alto y delgado como Dumbledore, pero llevaba corto el blanco cabello, y la perilla (que terminaba en un pequeño rizo) no ocultaba del todo el mentón poco pronunciado. Al llegar ante Dumbledore, le estrechó la mano.
Harry no pudo evitar tensarse un poco al recordar aquel intercambio. La primera impresión que había tenido de Karkarov había sido tan diferente a cómo había resultado ser...
—El viejo Hogwarts —dijo, levantando la vista hacia el castillo y sonriendo. Tenía los dientes bastante amarillos, y Harry observó que la sonrisa no incluía los ojos, que mantenían su expresión de astucia y frialdad—.
Hermione lo miró con sorpresa.
— Jo, Harry. Te das cuenta de detalles muy concretos... — susurró.
Harry estaba tan sorprendido como ella.
Es estupendo estar aquí, es estupendo... Viktor, ve para allá, al calor... ¿No te importa, Dumbledore? Es que Viktor tiene un leve resfriado...
Krum hizo una mueca al escuchar eso.
Karkarov indicó por señas a uno de sus estudiantes que se adelantara. Cuando el muchacho pasó, Harry vio su nariz, prominente y curva, y las espesas cejas negras. Para reconocer aquel perfil no necesitaba el golpe que Ron le dio en el brazo, ni tampoco que le murmurara al oído:
—¡Harry...! ¡Es Krum!
Ron se ruborizó intensamente, a la vez que Krum fruncía el ceño al sentir una oleada de miradas caer directamente sobre él.
— Así acaba — anunció Vaisey, marcando la página. — ¿Leo el título del siguiente?
Cuando Dumbledore asintió, Vaisey leyó:
— El Cáliz de Fuego.
●LA HISTORIA NO ES MÍA, LA PUEDEN ENCONTRAR ORIGINALMENTE EN FANFICTION AUTORA REAL: Luxerii
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