jueves, 29 de abril de 2021

Leyendo el caliz de fuego, capítulo 7

 Bagman y Crouch:


Entró en la primera clase que encontró y cerró la puerta tras de sí, disfrutando del eco que provocó al cerrarla. Si había algo que estaba aprendiendo durante esta lectura era el valor del silencio.

Ni siquiera le había dado tiempo a sentarse en uno de los pupitres cuando escuchó pasos al otro lado de la puerta. Casi gimió en voz alta cuando ésta se abrió y alguien entró por ella. ¿Es que no podía tener ni un minuto de tranquilidad?

— Hola, Harry. ¿Podemos hablar?

Era Cho Chang y, en ese momento, Harry deseó con todas sus fuerzas haberse quedado en el comedor con sus amigos.

Cho parecía nerviosa y Harry no tuvo valor para decirle que no quería hablar con ella.

— Claro.

La chica cerró la puerta a sus espaldas y se acercó a Harry, quien continuaba de pie frente a uno de los pupitres.

No se le había olvidado lo que había sucedido la última vez que él y Cho habían estado solos en un aula vacía. Sin embargo, el nerviosismo que sentía en ese momento no se parecía en absoluto al que había sentido aquella vez, justo antes de su primer beso. Ahora, en vez de tener ganas de acercarse más a ella, solo quería huir de allí.

— Quería saber si… bueno, si estás tan nervioso como yo — empezó Cho. No miraba a Harry a los ojos y había en ella algo que le hizo pensar que Cho tenía tantas ganas de huir como él. — Quiero decir… con todo lo que se va a leer en este libro…

Cómo no. Solo deseaba hablar de Cedric.

— Va a ser difícil — replicó Harry. — Pero es lo que hay.

— Ya…

Se hizo el silencio. Harry no sabía dónde meterse.

— Eh…

— Solo quiero que sepas que… que lo entiendo — dijo Cho rápidamente. Tenía la vista fija en el suelo. — Entiendo que leer todo esto va a ser muy difícil para ti, porque bueno, tú… tú fuiste el que vio… Y entiendo que no quieras hablar de ello. Lo he estado pensando y creo que… puede que… ¡Ay! Esto es muy difícil.

Parecía estar a punto de echarse a llorar y Harry no tenía ni idea de qué hacer.

— Creo que fui muy injusta contigo, el otro día — continuó Cho. Le cayeron un par de lágrimas silenciosas por las mejillas, pero sus ojos mostraban determinación. — Lo estropeé todo. Y no es que pretenda arreglarlo… Creo que tenías razón en lo que dijiste.

— ¿Lo que dije? — Harry estaba muy confuso.

— Lo de que solo podemos ser amigos — contestó Cho con tono decidido. — Lo he estado pensando y… aunque me gustas mucho, no… no puedo. Ya lo sabes.

Harry asintió. Por supuesto que lo sabía.

Por algún motivo, ese pensamiento no le dolió tanto como le habría dolido semanas atrás.

— Por eso he venido — siguió hablando Cho. — Porque quiero ser tu amiga. Lo que vamos a leer… — soltó un hipido. — Va a ser duro para los dos. Y quiero estar ahí, si… Si necesitas a alguien, alguien que entienda… Alguien cercano a él… Si te puedo ayudar en algo, quiero hacerlo.

Harry sintió como si se levantara un peso que no había sido consciente de haber estado cargando en sus hombros. Se sentía tan aliviado que tardó unos momentos en saber qué decir.

— Te lo agradezco — dijo finalmente. — Yo también… Pienso igual. Si necesitas algo, cuenta conmigo.

Cho le sonrió, aún con las mejillas mojadas, y Harry le sonrió de vuelta.

La chica salió, cerrando la puerta a sus espaldas, tras lo que Harry se dejó caer sobre la primera silla que encontró. Tiró la cabeza hacia atrás, estirando el cuello, y se quedó así, disfrutando del silencio y de lo sorprendentemente bien que había ido esa conversación con Cho.

Le parecía increíble lo mucho que habían cambiado las cosas entre ellos en tan solo unos días. Ella le había gustado, eso no podía negarlo, pero todo lo ocurrido tras su primer beso le había dejado un sabor muy amargo. Que Cho no pudiera evitar hablar de Cedric incluso en un momento tan privado… le había dolido, tampoco iba a negar eso.

Y lo peor de todo es que se había sentido culpable por todo lo sucedido. Pero ahora que Cho y él habían hecho las paces, podía permitirse pensar en aquella conversación sin el halo de resentimiento y dolor que había impregnado antes ese recuerdo.

Cho le había echado en cara que él no la comprendía. Le había hecho sentir como una especie de reemplazo de Diggory, como si el único valor de Harry para ella fuera su vínculo con Cedric. ¡Hasta Ginny se había indignado cuando se lo había contado!

Harry recordaba lo aliviado y agradecido que se había sentido en ese momento, en la sala común, cuando Ginny se había puesto de su parte. Y ahora que Cho también había admitido que no había sido justa con él, al fin sentía que podía zanjar el tema y dejarlo atrás. Ya no le interesaba tener una relación con Cho, por muy guapa que fuera o por muy bien que jugara al quidditch. Cada conversación con ella era toda una batalla y lo que él menos necesitaba era estar con alguien que añadiera más complicaciones a su vida.

Pasaron los minutos y Harry decidió volver al comedor, porque tenía hambre. Cuando entró, las mesas de las casas ya habían regresado a sus lugares originales y casi todo el mundo estaba comiendo. Como todos estaban metidos en sus propias conversaciones, casi nadie se fijó en él cuando cruzó el comedor y se sentó en el lugar que sus amigos le habían reservado en la mesa de Gryffindor.

— ¿Todo bien? — preguntó Hermione en cuanto Harry se hubo sentado. El chico aguantó las ganas de rodar los ojos.

— Sí, Hermione. Todo bien. Solo necesitaba un rato de silencio. ¿A vosotros no os duele la cabeza de estar aquí metidos con tanta gente?

— A mí shi — dijo Ron con la boca llena de patatas asadas. Tragó con dificultad y añadió: — Tendrían que poner un hechizo silenciador sobre todo el mundo para que solo escucháramos al que lee. Sería maravilloso.

— Yo me conformo con que le pongan un hechizo silenciador a Umbridge — intervino Ginny, a la vez que se servía un muslo de pollo. — Y otro a Fudge. Creo que estaríamos todos más tranquilos.

Harry miró de reojo hacia la mesa de profesores y vio que Umbridge estaba allí, cuchicheando con Fudge, quien no tenía muy buen aspecto.

— Están aguantando más de lo que esperaba — dijo Hermione, quien también observaba la mesa de profesores.

— ¿Cuánto creéis que tardará Umbridge en exigir marcharse del colegio?

— Aunque lo pida, no se lo permitirán, Ron — le recordó Hermione. — Los desconocidos del futuro dijeron que nadie saldría de aquí hasta que terminemos de leerlo todo.

— Ya, pero quizá se apiaden de nosotros y decidan librarnos de su presencia antes de tiempo — dijo Ron en tono esperanzado. Bajando el volumen, añadió: — Eso si es que son de fiar, claro.

Hermione soltó un bufido.

— Ya decidimos que lo eran.

— Decidimos asumir que lo eran, pero no tenemos pruebas — replicó Ron.

Harry ignoró la conversación entre sus amigos y se dedicó a trocear sus patatas. No quería pensar en los encapuchados ni en sus posibles intenciones ocultas. Si pretendía sobrevivir a la lectura del cuarto libro con cordura, tendría que tomarse las cosas con calma y no gastar energías cuestionándolo todo.

Enseguida se puso a hablar con Sirius y Lupin, quienes estaban sentados a tan solo un par de asientos de distancia. Terminaron de comer y Dumbledore no perdió ni un minuto. Poniéndose en pie, dijo:

— Espero que este descanso haya sido estimulante para todos. Va siendo hora de comenzar un nuevo capítulo. Por favor…

Hizo un gesto con la mano y todo el mundo se puso en pie. Las cuatro mesas desaparecieron y fueron reemplazas por los sofás, sillones, almohadas y cojines que habían estado utilizando toda la mañana. Harry volvió a fijarse en los colores, que se parecían mucho a la bandera de Irlanda. Se preguntó si ahora que Krum estaba allí no sería inadecuado que todo el comedor estuviera adornado con los colores del equipo que le arrebató la copa del Mundo, pero a Krum no parecía importarle lo más mínimo.

El director pidió voluntarios y solo un par de valientes alumnos levantaron la mano. Escogió a uno de ellos, un Hufflepuff al que Harry no conocía de nada, y el chico subió a la tarima.

— El capítulo se titula: Bagman y Crouch — anunció. Harry se sorprendió al oír su voz. Era mucho más grave de lo que habría supuesto al ver su aspecto.

Harry se desembarazó de Ron y se puso en pie.

Varias personas repitieron la palabra "desembarazó" por lo bajo y se oyeron algunas risitas. Hermione rodó los ojos.

— Significa que se separó, se libró… No tiene nada que ver con embarazos.

Un par de alumnos de primero que habían parecido bastante confusos pusieron cara de comprensión en ese momento.

Habían llegado a lo que, a través de la niebla, parecía un páramo. Delante de ellos había un par de magos cansados y de aspecto malhumorado. Uno de ellos sujetaba un reloj grande de oro; el otro, un grueso rollo de pergamino y una pluma de ganso.

— Las plumas de ganso son muy caras, pero a mí me parecen una horterada — se oyó decir a Parvati. A su lado, Lavender asentía.

Los dos vestían como muggles, aunque con muy poco acierto: el hombre del reloj llevaba un traje de tweed con chanclos hasta los muslos; su compañero llevaba falda escocesa y poncho.

— ¿Por qué dices que iban mal vestidos? A mí me suena bien — dijo un chico de cuarto.

Seamus se echó a reír.

— La gente te miraría como un loco si salieras así a la calle.

Buenos días, Basil —saludó el señor Weasley, cogiendo la bota y entregándosela en mano al mago de la falda, que la echó a una caja grande de trasladores usados que tenía a su lado. Harry vio en la caja un periódico viejo, una lata vacía de cerveza y un balón de fútbol pinchado.

— ¿Qué pasa luego con esos trasladores? ¿Ya no sirven para nada? — preguntó Colin.

— A veces pueden ser reutilizados — le explicó la profesora McGonagall. — Pero la mayoría del tiempo es más útil tirarlos y crear unos nuevos, por razones de seguridad.

Colin parecía algo confuso, pero no preguntó nada más.

Hola, Arthur —respondió Basil con voz cansina—. Has librado hoy, ¿eh? Qué bien viven algunos... Nosotros llevamos aquí toda la noche... Será mejor que salgáis de ahí: hay un grupo muy numeroso que llega a las cinco y quince del Bosque Negro. Esperad... voy a buscar dónde estáis... Weasley... Weasley...

Consultó la lista del pergamino.

Está a unos cuatrocientos metros en aquella dirección. Es el primer prado al que llegáis. El que está a cargo del campamento se llama Roberts. Diggory... segundo prado... Pregunta por el señor Payne.

Gracias, Basil —dijo el señor Weasley, y les hizo a los demás una seña para que lo siguieran.

— Basil es un buen hombre — dijo Kingsley.

— Un poco lento, si me preguntas a mí — gruñó Moody. — Pero sí, un buen hombre.

Se encaminaron por el páramo desierto, incapaces de ver gran cosa a través de la niebla. Después de unos veinte minutos encontraron una casita de piedra junto a una verja. Al otro lado, Harry vislumbró las formas fantasmales de miles de tiendas dispuestas en la ladera de una colina, en medio de un vasto campo que se extendía hasta el horizonte, donde se divisaba el oscuro perfil de un bosque. Se despidieron de los Diggory y se encaminaron a la puerta de la casita.

Harry miró de reojo a Amos Diggory, que había vuelto a sentarse en un lugar apartado, cerca de la pared. No había reaccionado al escuchar su nombre ninguna de las veces que se le había mencionado en lo que llevaban de capítulo.

Había un hombre en la entrada, observando las tiendas. Nada más verlo, Harry reconoció que era un muggle, probablemente el único que había por allí. Al oír sus pasos se volvió para mirarlos.

— ¿No es muy arriesgado tener a un muggle tan cerca del estadio? — preguntó un chico de sexto.

— La alternativa era secuestrarlo hasta que todo acabara — replicó Moody. — El ministerio decidió que era mejor dejar que siguiera trabajando.

El chico pareció tan sorprendido que se quedó sin palabras.

¡Buenos días! —saludó alegremente el señor Weasley.

Buenos días —respondió el muggle.

¿Es usted el señor Roberts?

Sí, lo soy. ¿Quiénes son ustedes?

Los Weasley... Tenemos reservadas dos tiendas desde hace un par de días, según creo.

Sí —dijo el señor Roberts, consultando una lista que tenía clavada a la puerta con tachuelas—. Tienen una parcela allí arriba, al lado del bosque. ¿Sólo una noche?

Efectivamente —repuso el señor Weasley.

Entonces, ¿pagarán ahora? —preguntó el señor Roberts.

¡Ah! Sí, claro... por supuesto... —Se retiró un poco de la casita y le hizo una seña a Harry para que se acercara—. Ayúdame, Harry —le susurró, sacando del bolsillo un fajo de billetes muggles y empezando a separarlos—. Éste es de... de... ¿de diez libras? ¡Ah, sí, ya veo el número escrito...! Así que ¿éste es de cinco?

De veinte —lo corrigió Harry en voz baja, incómodo porque se daba cuenta de que el señor Roberts estaba pendiente de cada palabra.

¡Ah, ya, ya...! No sé... Estos papelitos...

— Tendría que haber aprendido a identificar el dinero muggle antes de salir de casa — admitió Arthur.

— Literalmente tienen los números escritos en el papel — bufó Sirius. — ¿Cómo pudiste confundir uno de veinte con uno de cinco?

— Se parecían mucho — se defendió el señor Weasley. — El dinero muggle es muy extraño.

¿Son ustedes extranjeros? —inquirió el señor Roberts en el momento en que el señor Weasley volvió con los billetes correctos.

¿Extranjeros? —repitió el señor Weasley, perplejo.

No es el primero que tiene problemas con el dinero —explicó el señor Roberts examinando al señor Weasley—. Hace diez minutos llegaron dos que querían pagarme con unas monedas de oro tan grandes como tapacubos.

— Qué exagerado — se quejó Justin Finch-Fletchley. — Los galeones no son tan grandes como tapacubos.

¿De verdad? —exclamó nervioso el señor Weasley. El señor Roberts rebuscó el cambio en una lata.

El cámping nunca había estado así de concurrido —dijo de repente, volviendo a observar el campo envuelto en niebla—. Ha habido cientos de reservas. La gente no suele reservar.

— Debió ser muy confuso para él — dijo Hannah Abbott con algo de pena.

¿De verdad? —repitió tontamente el señor Weasley, tendiendo la mano para recibir el cambio. Pero el señor Roberts no se lo daba.

Sí —dijo pensativamente el muggle—. Gente de todas partes. Montones de extranjeros. Y no sólo extranjeros. Bichos raros, ¿sabe? Hay un tipo por ahí que lleva falda escocesa y poncho.

— ¿Y eso es lo que le parece más raro? — rió una chica de tercero. — Estuve allí y la gente no se cortaba un pelo. ¡Algunos hasta volaban en sus escobas!

— Menos mal que el muggle no vio eso — bufó Terry Boot.

¿Qué tiene de raro? —preguntó el señor Weasley, preocupado.

Es una especie de... no sé... como una especie de concentración —explicó el señor Roberts—. Parece como si se conocieran todos, como si fuera una gran fiesta.

— Porque eso es exactamente lo que es — dijo Sirius con una sonrisita.

En ese momento, al lado de la puerta principal de la casita del señor Roberts, apareció de la nada un mago que llevaba pantalones bombachos.

¡Obliviate! —dijo bruscamente apuntando al señor Roberts con la varita.

Se oyeron jadeos. Más de una persona se llevó las manos a la boca en un gesto de sorpresa.

El señor Roberts desenfocó los ojos al instante, relajó el ceño y un aire de despreocupada ensoñación le transformó el rostro. Harry reconoció los síntomas de los que sufrían una modificación de la memoria.

Aquí tiene un plano del campamento —dijo plácidamente el señor Roberts al padre de Ron—, y el cambio.

— ¿Por qué han hecho eso? — dijo una chica de primero, que era una de las que había jadeado. — ¡Pobre hombre!

— Empezaba a darse cuenta de demasiadas cosas — explicó Fudge. — Era lo único que podíamos hacer.

Pero mucha gente no parecía estar de acuerdo, incluyendo a Hermione, que tenía el ceño fruncido.

Muchas gracias —repuso el señor Weasley.

El mago que llevaba los pantalones bombachos los acompañó hacia la verja de entrada al campamento. Parecía muy cansado. Tenía una barba azulada de varios días y profundas ojeras. Una vez que hubieron salido del alcance de los oídos del señor Roberts, le explicó al señor Weasley:

Nos está dando muchos problemas. Necesita un encantamiento desmemorizante diez veces al día para tenerlo calmado.

— No dije nada en ese momento porque no quería causar problemas — habló Hermione en voz alta. — Pero desmemorizar a una persona diez veces al día me parece una locura. ¡Podían haberle quedado secuelas para siempre!

— Sí, bueno, si algo sabemos es que con los hechizos desmemorizantes no se juega — resopló Ron, claramente pensando en Lockhart. — Debía haber otra forma de mantener controlado a ese hombre.

Fudge frunció el ceño y abrió la boca para replicar, pero Dumbledore se adelantó.

— Estoy de acuerdo, señor Weasley. Me parece que había decenas de formas de conseguir que Basil se fuera voluntariamente de vacaciones un par de semanas. Podría haber sido sustituido por un empleado del ministerio, por ejemplo.

— Nuestros empleados estaban hasta arriba de trabajo — bufó Fudge.

Y Ludo Bagman no es de mucha ayuda. Va de un lado para otro hablando de bludgers y quaffles en voz bien alta. La seguridad antimuggles le importa un pimiento. La verdad es que me alegraré cuando todo haya terminado. Hasta luego, Arthur.

Y, sin más, se desapareció.

— No me esperaba que Bagman fuera así — dijo un chico de segundo con pinta de estar bastante decepcionado.

— Si tú supieras… — bufó Fred.

Creía que el señor Bagman era el director del Departamento de Deportes y Juegos Mágicos —dijo Ginny sorprendida—. No debería ir hablando de las bludgers cuando hay muggles cerca, ¿no os parece?

Sí, es verdad —admitió el señor Weasley mientras los conducía hacia el interior del campamento—. Pero Ludo siempre ha sido un poco... bueno... laxo en lo referente a seguridad.

— Dilo claramente, Weasley — dijo Moody. — Bagman es un inútil.

El señor Weasley hizo una mueca y no dijo nada.

Sin embargo, sería imposible encontrar a un director del Departamento de Deportes con más entusiasmo. Él mismo jugó en la selección de Inglaterra de quidditch, ¿sabéis? Y fue el mejor golpeador que han tenido nunca las Avispas de Wimbourne.

— Bueno, tampoco es que el listón esté muy alto — notó Wood. — No han tenido un buen golpeador en siglos. Bagman al menos era decente como golpeador.

Caminaron con dificultad ascendiendo por la ladera cubierta de neblina, entre largas filas de tiendas. La mayoría parecían casi normales. Era evidente que sus dueños habían intentado darles un aspecto lo más muggle posible, aunque habían cometido errores al añadir chimeneas, timbres para llamar a la puerta o veletas.

Se oyeron risitas por parte de muchos nacidos de muggles.

— ¿A quién se le ocurre ponerle un timbre a una tienda de campaña? — dijo Dennis Creevey con una sonrisita.

Pero, de vez en cuando, se veían tiendas tan obviamente mágicas que a Harry no le sorprendía que el señor Roberts recelara. En medio del prado se levantaba una extravagante tienda en seda a rayas que parecía un palacio en miniatura, con varios pavos reales atados a la entrada.

— Malfoy, ¿era la tuya? — preguntó Nott fingiendo inocencia. — Solo tú te llevarías pavos reales a un mundial de quidditch.

— No — replicó Malfoy, cortante.

— Claro, porque era la mía — intervino un Slytherin de séptimo. Era muy alto y ancho como un armario. Miraba con enfado a Nott, que se puso muy pálido.

Un poco más allá pasaron junto a una tienda que tenía tres pisos y varias torretas. Y, casi a continuación, había otra con jardín adosado, un jardín con pila para los pájaros, reloj de sol y una fuente.

— Bueno, lo de la fuente no fue mala idea — murmuró Ron. — Nos habría venido bien a nosotros también.

Harry asintió, recordando la enorme cola que habían hecho para conseguir agua.

Siempre es igual —comentó el señor Weasley, sonriendo—. No podemos resistirnos a la ostentación cada vez que nos juntamos. Ah, ya estamos. Mirad, éste es nuestro sitio.

Habían llegado al borde mismo del bosque, en el límite del prado, donde había un espacio vacío con un pequeño letrero clavado en la tierra que decía «Weezly».

Se oyeron risitas. Percy pareció algo molesto, pero a ninguno de los otros Weasleys les importó el error en su apellido.

¡No podíamos tener mejor sitio! —exclamó muy contento el señor Weasley—. El estadio está justo al otro lado de ese bosque. Más cerca no podíamos estar. —Se desprendió la mochila de los hombros—. Bien —continuó con entusiasmo—, siendo tantos en tierra de muggles, la magia está absolutamente prohibida. ¡Vamos a montar estas tiendas manualmente! No debe de ser demasiado difícil: los muggles lo hacen así siempre... Bueno, Harry, ¿por dónde crees que deberíamos empezar?

Algunos rieron.

— Si dices que no es difícil es porque nunca has montado una tienda de campaña tradicional — dijo Sirius. — Una vez me retaron a hacerlo sin magia y acabé durmiendo a la intemperie.

— Rompiste todas las varillas que sujetaban la tienda — bufó Lupin. — ¿Cómo pretendías que se mantuviera en pie?

— No es mi culpa que fueran tan delgaduchas — se defendió Sirius. Lupin rodó los ojos.

Harry se preguntó si habría sido su padre quien había retado a Sirius a montar la tienda de campaña, pero no le dio tiempo a preguntar antes de que el chico de Hufflepuff siguiera leyendo.

Harry no había acampado en su vida: los Dursley no lo habían llevado nunca con ellos de vacaciones, preferían dejarlo con la señora Figg, una vecina anciana.

— Qué sorpresa — ironizó Fred.

Sin embargo, entre él y Hermione fueron averiguando la colocación de la mayoría de los hierros y de las piquetas, y, aunque el señor Weasley era más un estorbo que una ayuda, porque la emoción lo sobrepasaba cuando trataba de utilizar la maza, lograron finalmente levantar un par de tiendas raídas de dos plazas cada una.

— Ups. Lo siento — se disculpó el señor Weasley con una sonrisa. — Sabéis que esas cosas me pueden.

— No pasa nada — le aseguraron Harry y Hermione.

Se alejaron un poco para contemplar el producto de su trabajo. Nadie que viera las tiendas adivinaría que pertenecían a unos magos, pensó Harry, pero el problema era que cuando llegaran Bill, Charlie y Percy serían diez. También Hermione parecía haberse dado cuenta del problema: le dirigió a Harry una risita cuando el señor Weasley se puso a cuatro patas y entró en la primera de las tiendas.

— ¿De verdad pensabais que íbamos a dormir todos en una tienda de apenas dos metros? — rió Bill.

Harry se encogió de hombros. La magia todavía le sorprendía a veces.

Estaremos un poco apretados —dijo—, pero cabremos. Entrad a echar un vistazo.

Harry se inclinó, se metió por la abertura de la tienda y se quedó con la boca abierta. Acababa de entrar en lo que parecía un anticuado apartamento de tres habitaciones, con baño y cocina. Curiosamente, estaba amueblado de forma muy parecida al de la señora Figg: las sillas, que eran todas diferentes, tenían cojines de ganchillo, y olía a gato.

Algunos hicieron muecas de desagrado al escuchar eso.

— No lo entiendo — se quejó una chica de cuarto. Harry estaba seguro de que era hija de muggles. — ¿Pueden hechizar una tienda para que tenga hasta una cocina pero no pueden usar un ambientador para que no huela a gato?

— Quizá al dueño le gusta que huela a gato — razonó un chico de segundo al que todo el mundo ignoró.

Bueno, es para poco tiempo —explicó el señor Weasley, pasándose un pañuelo por la calva y observando las cuatro literas del dormitorio—. Me las ha prestado Perkins, un compañero de la oficina. Ya no hace cámping porque tiene lumbago, el pobre.

Harry se preguntó qué pensaría Perkins si supiera que ahora todo Hogwarts sabía que tenía lumbago.

Cogió la tetera polvorienta y la observó por dentro.

Necesitaremos agua...

En el plano que nos ha dado el muggle hay señalada una fuente —dijo Ron, que había entrado en la tienda detrás de Harry y no parecía nada asombrado por sus dimensiones internas—. Está al otro lado del prado.

— ¿Por qué iba a estar asombrado? — dijo Ron. — Era lógico que la tienda tendría encantamientos para hacerla más cómoda.

— No era tan lógico — gruñó Harry, sintiéndose un poco ingenuo.

Bien, ¿por qué no vais por agua Harry, Hermione y tú? —El señor Weasley les entregó la tetera y un par de cazuelas—. Mientras, los demás buscaremos leña para hacer fuego.

Pero tenemos un horno —repuso Ron—. ¿Por qué no podemos simplemente...?

¡La seguridad antimuggles, Ron! —le recordó el señor Weasley, impaciente ante la perspectiva que tenían por delante—. Cuando los muggles de verdad acampan, hacen fuego fuera de la tienda. ¡Lo he visto!

— Te hacía ilusión hacer fuego, ¿verdad? — suspiró Molly. Arthur no lo negó.

— Nadie habría entrado a nuestra tienda a comprobar si el horno estaba funcionando — se quejó Fred.

— Pero hacer una fogata fue más divertido — replicó el señor Weasley.

Después de una breve visita a la tienda de las chicas, que era un poco más pequeña que la de los chicos pero sin olor a gato, Harry, Ron y Hermione cruzaron el campamento con la tetera y las cazuelas.

— Yo habría preferido dormir en la pequeña — dijo Dean. — Al menos no olía a gato.

Muchos estuvieron de acuerdo con él.

Con el sol que acababa de salir y la niebla que se levantaba, pudieron ver el mar de tiendas de campaña que se extendía en todas direcciones. Caminaban entre las filas de tiendas mirando con curiosidad a su alrededor. Hasta entonces Harry no se había preguntado nunca cuántas brujas y magos habría en el mundo; nunca había pensado en los magos de otros países.

— Y por eso no eres Ravenclaw — bufó Padma Patil. — Qué poca curiosidad.

Harry rodó los ojos.

Los campistas empezaban a despertar, y las más madrugadoras eran las familias con niños pequeños. Era la primera vez que Harry veía magos y brujas de tan corta edad. Un pequeñín, que no tendría dos años, estaba a gatas y muy contento a la puerta de una tienda con forma de pirámide, dándole con una varita a una babosa, que poco a poco iba adquiriendo el tamaño de una salchicha.

— ¿Por qué dejan las varitas cerca de los bebés? — resopló la profesora Sprout. — Ocurren tantas desgracias por culpa de ese error…

Harry no quería ni pensar en qué clase de desgracias habían sucedido por esa causa.

Cuando llegaban a su altura, la madre salió de la tienda.

¿Cuántas veces te lo tengo que decir, Kevin? No... toques... la varita... de papá... ¡Ay!

Acababa de pisar la babosa gigante, que reventó. El aire les llevó la reprimenda de la madre mezclada con los lloros del niño:

¡Mamá mala!, ¡«rompido» la babosa!

Medio comedor se echó a reír, incluido Harry.

— Qué mono — rió Ginny.

Un poco más allá vieron dos brujitas, apenas algo mayores que Kevin. Montaban en escobas de juguete que se elevaban lo suficiente para que las niñas pasaran rozando el húmedo césped con los dedos de los pies. Un mago del Ministerio que parecía tener mucha prisa los adelantó, y lo oyeron murmurar ensimismado:

¡A plena luz del día! ¡Y los padres estarán durmiendo tan tranquilos! Como si lo viera...

— Cuánto irresponsable — se quejó McGonagall.

Por todas partes, magos y brujas salían de las tiendas y comenzaban a preparar el desayuno. Algunos, dirigiendo miradas furtivas en torno de ellos, prendían fuego con sus varitas. Otros frotaban las cerillas en las cajas con miradas escépticas, como si estuvieran convencidos de que aquello no podía funcionar.

— ¿Por qué los magos tienen tantos prejuicios contra los inventos muggle? — dijo una Ravenclaw de tercero. — Os puedo asegurar que hay muchos ámbitos en los que tienen mejores herramientas que nosotros.

Muchos parecieron escépticos, pero fue Pansy quien habló.

— Lo dudo mucho. Con la magia podemos conseguir cosas que ellos no pueden ni soñar.

— Quizá, pero ellos tienen bombillas, bolígrafos, Internet y la capacidad para escuchar música donde quieran sin que otras personas lo sepan — replicó la Ravenclaw.

Pansy puso cara de desinterés, pero Harry estaba seguro de que ni siquiera sabía qué era Internet.

Tres magos africanos enfundados en túnicas blancas conversaban animadamente mientras asaban algo que parecía un conejo sobre una lumbre de color morado brillante, en tanto que un grupo de brujas norteamericanas de mediana edad cotilleaba alegremente, sentadas bajo una destellante pancarta que habían desplegado entre sus tiendas, que decía: «Instituto de las brujas de Salem.» Desde el interior de las tiendas por las que iban pasando les llegaban retazos de conversaciones en lenguas extranjeras, y, aunque Harry no podía comprender ni una palabra, el tono de todas las voces era de entusiasmo.

— Estaban en la final del mundial, por supuesto que el tono era de entusiasmo — dijo Wood como si fuera lo más obvio del mundo.

Eh... ¿son mis ojos, o es que se ha vuelto todo verde? —preguntó Ron.

No eran los ojos de Ron. Habían llegado a un área en la que las tiendas estaban completamente cubiertas de una espesa capa de tréboles, y daba la impresión de que unos extraños montículos habían brotado de la tierra. Dentro de las tiendas que tenían las portezuelas abiertas se veían caras sonrientes.

— ¡Irlanda! — exclamaron algunos alumnos. Seamus sonreía de oreja a oreja.

De pronto oyeron sus nombres a su espalda:

¡Harry!, ¡Ron!, ¡Hermione!

Era Seamus Finnigan, su compañero de cuarto curso de la casa Gryffindor. Estaba sentado delante de su propia tienda cubierta de trébol, junto a una mujer de pelo rubio cobrizo que debía de ser su madre, y su mejor amigo, Dean Thomas, también de Gryffindor.

Dean y Seamus chocaron los cinco, a la vez que muchos en el comedor se giraban para mirarlos bien.

¿Os gusta la decoración? —preguntó Seamus, sonriendo, cuando los tres se acercaron a saludarlos—. Al Ministerio no le ha hecho ninguna gracia.

Fudge gruñó y miró mal a Seamus.

El trébol es el símbolo de Irlanda. ¿Por qué no vamos a poder mostrar nuestras simpatías? —dijo la señora Finnigan—. Tendríais que ver lo que han colgado los búlgaros en sus tiendas. Supongo que estaréis del lado de Irlanda —añadió, mirando a Harry, Ron y Hermione con sus brillantes ojillos.

Se fueron después de asegurarle que estaban a favor de Irlanda, aunque, como dijo Ron:

Cualquiera dice otra cosa rodeado de todos ésos.

Muchos se echaron a reír.

— Creo que tu madre les habría echado una maldición si hubiesen dicho lo contrario — dijo Lee Jordan.

Seamus hizo una mueca y miró de reojo a Harry, quien entendió perfectamente en qué estaba pensando. Después de todo, había sido la madre de Seamus la que había considerado a Harry un mentiroso durante meses y casi había sacado a Seamus del colegio con tal de alejarlo de él. Harry no dudaba de que, si algún día se topara con esa señora, las probabilidades de que le lanzara un maleficio serían más altas de lo que todo el mundo esperaría.

Me pregunto qué habrán colgado en sus tiendas los búlgaros —dijo Hermione. —Vamos a echar un vistazo —propuso Harry, señalando una gran área de tiendas que había en lo alto de la ladera, donde la brisa hacía ondear una bandera de Bulgaria, roja, verde y blanca.

Durante un momento, a Harry le pareció ver a Krum sonreír, pero desapareció tan rápido como llegó y Harry se quedó dudando de si se lo había imaginado o no.

En aquella parte las tiendas no estaban engalanadas con flora, pero en todas colgaba el mismo póster, que mostraba un rostro muy hosco de pobladas cejas negras. La fotografía, por supuesto, se movía, pero lo único que hacía era parpadear y fruncir el entrecejo.

Es Krum —explicó Ron en voz baja.

¿Quién? —preguntó Hermione.

— Qué irónico que precisamente tú no lo conocieras — le dijo Lavender a Hermione con una risita.

Ron bufó.

¡Krum! —repitió Ron—. ¡Viktor Krum, el buscador del equipo de Bulgaria!

Parece que tiene malas pulgas —comentó Hermione, observando la multitud de Krums que parpadeaban, ceñudos.

— Perdón — se disculpó Hermione, roja como un tomate. Krum se encogió de hombros.

— Parra las fotos oficiales nos obligan a estarr serrios — explicó. No parecía nada ofendido.

¿Malas pulgas? —Ron levantó los ojos al cielo—. ¿Qué más da eso? Es increíble. Y es muy joven, además. Sólo tiene dieciocho años o algo así. Es genial. Esperad a esta noche y lo veréis.

Ron gimió por lo bajo y Ginny tuvo que aguantar una risita.

— Con lo bien que te caía Krum — bromeó Ginny en un susurro. — Al final parece que se llevaba mejor con Hermione, ¿no? — añadió con una sonrisita.

— Cállate — gruñó Ron. Ginny soltó una risita.

Ya había cola para coger agua de la fuente, así que se pusieron al final, inmediatamente detrás de dos hombres que estaban enzarzados en una acalorada discusión. Uno de ellos, un mago muy anciano, llevaba un camisón largo estampado. El otro era evidentemente un mago del Ministerio: tenía en la mano unos pantalones de mil rayas y parecía a punto de llorar de exasperación.

Tan sólo tienes que ponerte esto, Archie, sé bueno. No puedes caminar por ahí de esa forma: el muggle de la entrada está ya receloso.

Me compré esto en una tienda muggle —replicó el mago anciano con testarudez—. Los muggles lo llevan.

— Espera, ¿lleva puesto un camisón muggle? — dijo Colin, incrédulo, antes de echarse a reír.

Lo llevan las mujeres muggles, Archie, no los hombres. Los hombres llevan esto —dijo el mago del Ministerio, agitando los pantalones de rayas.

— Lo llevan las mujeres y solo para dormir — rió una chica de segundo.

No me los pienso poner —declaró indignado el viejo Archie—. Me gusta que me dé el aire en mis partes privadas, lo siento.

A Hermione le dio tal ataque de risa en aquel momento que tuvo que salirse de la cola, y no volvió hasta que Archie se fue con el agua.

Al igual que a Hermione, a muchos en el comedor les dio la risa al escuchar eso. Harry también rió, especialmente porque podía oír las carcajadas de Sirius sobre todas las demás y su risa era contagiosa.

Volvieron por el campamento, caminando más despacio por el peso del agua. Por todas partes veían rostros familiares: estudiantes de Hogwarts con sus familias. Oliver Wood, el antiguo capitán del equipo de quidditch al que pertenecía Harry, que acababa de terminar en Hogwarts, lo arrastró hasta la tienda de sus padres para que lo conocieran, y le dijo emocionado que acababa de firmar para formar parte de la reserva del Puddlemere United.

Varios Gryffindor miraron a Wood con orgullo, al igual que la profesora McGonagall. Oliver pareció muy agradecido.

Cerca de allí se encontraron con Ernie Macmillan, un estudiante de cuarto de la casa Hufflepuff,

Ernie saltó en el asiento al escuchar su nombre de forma tan repentina. Harry oyó a Hannah y Justin burlarse de él.

y luego vieron a Cho Chang, una chica muy guapa que jugaba de buscadora en el equipo de Ravenclaw. Cho Chang le hizo un gesto con la mano y le sonrió. Al devolverle el saludo, Harry se volcó encima un montón de agua.

En ese momento, mientras todo Hogwarts reía a carcajadas, Harry decidió que necesitaba marcharse del colegio, irse a vivir en un bosque desierto y no volver a la civilización nunca más. Le ardía la cara. Miró de reojo a Cho y vio que la chica sonreía tímidamente, pero no se burlaba ni reía. Parecía que su decisión de ser amigos iba por buen camino.

Para que Ron dejara de reírse, Harry señaló a un grupo de adolescentes a los que no había visto nunca.

¿Quiénes serán? —preguntó—. No van a Hogwarts, ¿verdad?

— Como método de distracción fue bastante malo — le dijo Ron con una gran sonrisa. Parecía habérsele pasado el mal humor que se le había quedado tras la conversación sobre Krum. — Solo respondí porque me diste un poco de pena.

Harry le pegó un puñetazo en el hombro, mientras Ron reía.

Supongo que estudian en el extranjero —respondió Ron—. Sé que hay otros colegios, pero no conozco a nadie que vaya a ninguno de ellos. Bill se escribía con un chico de Brasil... hace una pila de años... Quería hacer intercambio con él, pero mis padres no tenían bastante dinero. El chico se molestó mucho cuando se enteró de que Bill no iba a ir, y le envió un sombrero encantado que hizo que se le cayeran las orejas para abajo como si fueran hojas mustias.

Muchos alumnos y profesores volvieron a reírse.

— ¿Desde cuándo se hacen intercambios en Hogwarts? — preguntó Jimmy Peakes. — ¡Yo quiero hacer uno!

— No es una opción que tengamos disponible actualmente — replicó la profesora McGonagall.

Peakes pareció bastante decepcionado, y no fue el único.

Harry se rió, y no confesó que le sorprendía enterarse de que existían otros colegios de magia. Al ver a representantes de tantas nacionalidades en el cámping, pensó que había sido un tonto al creer que Hogwarts sería el único.

— Al menos lo admites — dijo Malfoy.

Harry utilizó toda su fuerza de voluntad para ignorarlo.

Observó que Hermione no parecía nada sorprendida por la información. Sin duda, ella había tenido noticia de otros colegios de magia al leer algún libro.

— Por supuesto — dijo Hermione. — Deberías leer más, Harry.

Habéis tardado siglos —dijo George, cuando llegaron por fin a las tiendas de los Weasley.

Nos hemos encontrado a unos cuantos conocidos —explicó Ron, dejando la cazuela—. ¿Aún no habéis encendido el fuego?

Papá lo está pasando bomba con los fósforos —contestó Fred.

Harry oyó a la señora Weasley suspirar de nuevo, aunque no parecía enfadada. Le lanzó a su marido una mirada y Harry apartó la vista al notar la ternura que había en ella. Supuso que, por mucho que la señora Weasley se quejara de la afición del señor Weasley por los artilugios muggle, en el fondo no le desagradaba.

El señor Weasley no lograba encender el fuego, aunque no porque no lo intentara. A su alrededor, el suelo estaba lleno de fósforos consumidos, pero parecía estar disfrutando como nunca.

¡Vaya! —exclamaba cada vez que lograba encender un fósforo, e inmediatamente lo dejaba caer de la sorpresa.

Varias personas bufaron.

Déjeme, señor Weasley —dijo Hermione amablemente, cogiendo la caja para mostrarle cómo se hacía.

Al final encendieron fuego, aunque pasó al menos otra hora hasta que se pudo cocinar en él. Sin embargo, había mucho que ver mientras esperaban. Habían montado las tiendas delante de una especie de calle que llevaba al estadio, y el personal del Ministerio iba por ella de un lado a otro apresuradamente, y al pasar saludaban con cordialidad al señor Weasley. Éste no dejaba de explicar quiénes eran, sobre todo a Harry y a Hermione, porque sus propios hijos sabían ya demasiado del Ministerio para mostrarse interesados.

Ése es Cuthbert Mockridge, jefe del Instituto de Coordinación de los Duendes... Por ahí va Gilbert Wimple, que está en el Comité de Encantamientos Experimentales. Ya hace tiempo que lleva esos cuernos...

Se oyeron risitas.

— ¿El Comité de Encantamientos Experimentales qué hace? — preguntó un chico de primero.

— Tratan de crear nuevos hechizos — dijo Dumbledore con tono amable. — Crear un nuevo encantamiento es un proceso complicado. Como los cuernos del señor Wimple demuestran, no siempre sale bien.

El chico de primero parecía fascinado y Harry notó que no era el único interesado en ese tema. A decir verdad, a Harry también le agradaría aprender más sobre la creación de hechizos.

Hola, Arnie... Arnold Peasegood es desmemorizador, ya sabéis, un miembro del Equipo de Reversión de Accidentes Mágicos... Y aquéllos son Bode y Croaker... son inefables...

¿Qué son?

Inefables: del Departamentos de Misterios, secreto absoluto. No tengo ni idea de lo que hacen...

— Ni tú ni nadie — rió Tonks. — Yo tengo la teoría de que se pasan el día tomando café allí abajo.

Al final consiguieron una buena fogata, y acababan de ponerse a freír huevos y salchichas cuando llegaron Bill, Charlie y Percy, procedentes del bosque.

Ahora mismo acabamos de aparecernos, papá —anunció Percy en voz muy alta—. ¡Qué bien, el almuerzo!

Algunos resoplaron y Percy se ruborizó ligeramente.

Estaban dando cuenta de los huevos y las salchichas cuando el señor Weasley se puso en pie de un salto, sonriendo y haciendo gestos con la mano a un hombre que se les acercaba a zancadas.

¡Ajá! —dijo—. ¡El hombre del día! ¡Ludo!

Ludo Bagman era con diferencia la persona menos discreta que Harry había visto hasta aquel momento, incluyendo al anciano Archie con su camisón. Llevaba una túnica larga de quidditch con gruesas franjas horizontales negras y amarillas, con la imagen de una enorme avispa estampada sobre el pecho. Su aspecto era el de un hombre de complexión muy robusta en decadencia, y la túnica se le tensaba en torno de una voluminosa barriga que seguramente no había tenido en los tiempos en que jugaba en la selección inglesa de quidditch. Tenía la nariz aplastada (probablemente se la había roto una bludger perdida, pensó Harry); pero los ojos, redondos y azules, y el pelo, corto y rubio, lo hacían parecer un niño muy crecido.

— Jo, Harry — dijo Angelina. — Lo has destrozado.

— En decadencia, gordo y con aspecto de niño crecido — repitió Katie. — Debe ser todo un galán, ese Bagman.

Bill soltó una risita.

— Ahora valoro más que a mí me consideraras guay — dijo, y Harry estaba seguro de que lo había hecho solo para burlarse de él una vez más. — Si me hubieras descrito con la misma dureza que a Bagman creo que me habría echado a llorar.

Harry se planteó recordarles a todos que él no había escrito los libros, pero decidió que no merecía la pena el esfuerzo.

¡Ah, de la casa! —les gritó Bagman, contento. Caminaba como si tuviera muelles en los talones, y resultaba evidente que estaba muy emocionado—. ¡El viejo Arthur! —dijo resoplando al llegar junto a la fogata—. Vaya día, ¿eh? ¡Vaya día! ¿A que no podíamos pedir un tiempo más perfecto? Vamos a tener una noche sin nubes... y todos los preparativos han salido sin el menor tropiezo... ¡Casi no tengo nada que hacer!

— Más bien, estás ignorando todo el trabajo que tienes que hacer— resopló Fudge, para sorpresa de Harry.

Detrás de él pasó a toda prisa un grupo de magos del Ministerio muy ojerosos, señalando los indicios distantes pero evidentes de algún tipo de fuego mágico que arrojaba al aire chispas de color violeta, hasta una altura de seis o siete metros.

— Todo el mundo estaba dejándose la piel en el trabajo mientras Bagman pasaba de todo — se quejó Tonks.

Por primera vez, Fudge parecía estar de acuerdo con alguien de la Orden.

Percy se adelantó apresuradamente con la mano tendida. Aunque desaprobaba la manera en que Ludo Bagman dirigía su departamento, quería causar una buena impresión.

Percy apretó la mandíbula, como esperando a que alguien se burlara de él, pero nadie lo hizo. Harry supuso que todos comprendían las ganas de dar una buena imagen frente a los grandes nombres del ministerio.

¡Ah... sí! —dijo sonriendo el señor Weasley—. Éste es mi hijo Percy, que acaba de empezar a trabajar en el Ministerio... y éste es Fred... digo George, perdona... Fred es este de aquí... Bill, Charlie, Ron... mi hija Ginny... y los amigos de Ron: Hermione Granger y Harry Potter.

Muchos rieron al escuchar la presentación de Fred y George, quienes fingieron estar tremendamente dolidos por que su padre los hubiera confundido. Nadie se lo creyó.

Bagman apenas reaccionó al oír el nombre de Harry, pero sus ojos se dirigieron como era habitual hacia la cicatriz que Harry tenía en la frente.

Harry se aplastó el flequillo contra la frente de forma automática.

Éste es Ludo Bagman —continuó presentando el señor Weasley—. Ya lo conocéis: gracias a él hemos conseguido unas entradas tan buenas.

Bagman sonrió e hizo un gesto con la mano como diciendo que no tenía importancia.

¿No te gustaría hacer una pequeña apuesta, Arthur? —dijo con entusiasmo, haciendo sonar en los bolsillos de su túnica negra y amarilla lo que parecía una gran cantidad de monedas de oro—. Roddy Pontner ya ha apostado a que Bulgaria marcará primero, y yo me he jugado una buena cantidad, porque los tres delanteros de Irlanda son los más fuertes que he visto en años... Y Agatha Timms se ha jugado la mitad de las acciones de su piscifactoría de anguilas a que el partido durará una semana.

— Uf, eso debió dolerle — dijo Katie con una mueca. — Nunca entenderé por qué apuestan cosas tan importantes.

— Yo tampoco — dijo Alicia.

Eh... bueno, bien —respondió el señor Weasley—. Veamos... ¿un galeón a que gana Irlanda?

¿Un galeón? —Ludo Bagman parecía algo decepcionado, pero disimuló—. Bien, bien... ¿alguna otra apuesta?

Son demasiado jóvenes para apostar —dijo el señor Weasley—. A Molly no le gustaría...

La señora Weasley asintió, dándole la razón a su marido.

Apostaremos treinta y siete galeones, quince sickles y tres knuts a que gana Irlanda —declaró Fred, al tiempo que él y George sacaban todo su dinero en común —, pero a que Viktor Krum coge la snitch. ¡Ah!, y añadiremos una varita de pega.

— ¡Fred! ¡George! — exclamó Molly. — ¿Apostasteis?

— Y ganamos — sonrió Fred. Eso no pareció calmar a su madre, que empezaba a ponerse roja, pero como el Hufflepuff siguió leyendo se vio obligada a guardarse la regañina para otro momento.

¡No le iréis a enseñar al señor Bagman semejante porquería! —dijo Percy entre dientes.

Pero Bagman no pensó que fuera ninguna porquería. Por el contrario, su rostro infantil se iluminó al recibirla de manos de Fred, y, cuando la varita dio un chillido y se convirtió en un pollo de goma, Bagman prorrumpió en sonoras carcajadas.

¡Estupendo! ¡Hacía años que no veía ninguna tan buena! ¡Os daré por ella cinco galeones!

Percy hizo un gesto de pasmo y desaprobación.

Fred y George parecieron orgullosos de sí mismos al escuchar eso. Percy, por otro lado, rodó los ojos e hizo todo lo que pudo para ignorar a sus hermanos.

Muchachos —dijo el señor Weasley—, no quiero que apostéis... Eso son todos vuestros ahorros. Vuestra madre...

¡No seas aguafiestas, Arthur! —bramó Ludo Bagman, haciendo tintinear con entusiasmo las monedas de los bolsillos—. ¡Ya tienen edad de saber lo que quieren! ¿Pensáis que ganará Irlanda pero que Krum cogerá la snitch? No tenéis muchas posibilidades de acertar, muchachos. Os ofreceré una proporción muy alta. Así que añadiremos cinco galeones por la varita de pega y...

— Así que no teníamos muchas probabilidades de acertar, ¿eh? — se jactó Fred. — Si hubiéramos sido videntes no habríamos apostado mejor.

La señora Weasley todavía parecía enfadada y el señor Weasley suspiró.

— Aunque ganarais, sigo pensando que no debisteis hacerlo — dijo Arthur.

Fred y George no parecían arrepentirse en absoluto.

El señor Weasley se dio por vencido cuando Ludo Bagman sacó una libreta y una pluma del bolsillo y empezó a anotar los nombres de los gemelos.

¡Gracias! —dijo George, tomando el recibo de pergamino que Bagman le entregó y metiéndoselo en el bolsillo delantero de la túnica.

— Ese recibo fue muy importante — asintió George. — Menos mal que lo guardé bien e hice copias…

Algunos lo miraron con curiosidad, pero nadie preguntó.

Bagman se volvió al señor Weasley muy contento.

¿Podría tomar un té con vosotros? Estoy buscando a Barty Crouch. Mi homólogo búlgaro está dando problemas, y no entiendo una palabra de lo que dice. Barty sí podrá: habla ciento cincuenta lenguas.

¿El señor Crouch? —dijo Percy, abandonando de pronto su tieso gesto de reprobación y estremeciéndose palpablemente de entusiasmo—. ¡Habla más de doscientas! Habla sirenio, duendigonza, trol...

— ¿Ves, Perce? Parecía que estabas enamorado de Crouch — dijo Fred. — Y no es por nada, pero no me parece tu tipo. Creo que puedes aspirar a algo mejor.

— Cállate — replicó Percy con una mueca.

Todo el mundo es capaz de hablar trol —lo interrumpió Fred con desdén—. No hay más que señalar y gruñir.

Percy le echó a Fred una mirada muy severa y avivó el fuego para volver a calentar la tetera.

— Hay cosas que no cambian — suspiró Fred con nostalgia. — Yo me meto contigo y tú me miras como si fuera una mota de polvo en tus zapatos.

— Si no hicieras lo primero, no sucedería lo segundo — respondió Percy con el ceño fruncido.

— ¿Y qué gracia tendría eso? — dijo Fred.

Percy soltó un bufido y no respondió.

¿Sigue sin haber noticias de Bertha Jorkins, Ludo? —preguntó el señor Weasley, mientras Bagman se sentaba sobre la hierba, entre ellos.

No ha dado señales de vida —repuso Bagman con toda calma—. Ya volverá. La pobre Bertha... tiene la memoria como un caldero lleno de agujeros y carece por completo de sentido de la orientación. Pongo las manos en el fuego a que se ha perdido. Seguro que regresa a la oficina cualquier día de octubre pensando que todavía es julio.

El comedor se sumió en un silencio incómodo. Cada vez quedaba más claro que el sueño que Harry había tenido sobre Bertha no era solo un sueño, aunque muchos todavía se negaban a creerlo. Fudge, especialmente, continuaba aferrado a la mentira de que Voldemort no había regresado.

¿No crees que habría que enviar ya a alguien a buscarla? —sugirió el señor Weasley al tiempo que Percy le entregaba a Bagman la taza de té.

Es lo mismo que dice Barty Crouch —contestó Bagman, abriendo inocentemente los redondos ojos—. Pero en este momento no podemos prescindir de nadie. ¡Vaya! ¡Hablando del rey de Roma! ¡Barty!

— Claro, los mundiales son más importantes que la vida de una persona — gruñó McGonagall.

Junto a ellos acababa de aparecerse un mago que no podía resultar más diferente de Ludo Bagman, el cual se había despatarrado sobre la hierba con su vieja túnica de las Avispas. Barty Crouch era un hombre mayor de pose estirada y rígida que iba vestido con corbata y un traje impecablemente planchado. Llevaba la raya del pelo tan recta que no resultaba natural, y parecía como si se recortara el bigote de cepillo utilizando una regla de cálculo.

— Seguramente lo hacía — dijo Ron. — Yo también me fijé. Ese bigote no era normal.

Le relucían los zapatos. Harry comprendió enseguida por qué Percy lo idolatraba: Percy creía ciegamente en la importancia de acatar las normas con total rigidez, y el señor Crouch había observado de un modo tan escrupuloso la norma de vestir como muggles que habría podido pasar por el director de un banco. Harry pensó que ni siquiera tío Vernon se habría dado cuenta de lo que era en realidad.

— Como debía ser — dijo Percy. — Se supone que todos debíamos parecer muggles. Podéis decir lo que queráis, pero el señor Crouch estaba haciendo lo correcto.

— Nadie lo niega — replicó Charlie. Percy pareció tan sorprendido ante la falta de animosidad que no supo qué responder.

Siéntate un rato en el césped, Barty —lo invitó Ludo con su alegría habitual, dando una palmada en el césped, a su lado.

No, gracias, Ludo —dijo el señor Crouch, con una nota de impaciencia en la voz—. Te he buscado por todas partes. Los búlgaros insisten en que tenemos que ponerles otros doce asientos en la tribuna...

¿Conque era eso lo que querían? —se sorprendió Bagman—. Pensaba que ese tío me estaba pidiendo doscientas aceitunas. ¡Qué acento tan endiablado!

Algunos rieron al escuchar eso.

Señor Crouch —dijo Percy sin aliento, inclinado en una especie de reverencia que lo hacía parecer jorobado—, ¿querría tomar una taza de té?

¡Ah! —contestó el señor Crouch, mirando a Percy con cierta sorpresa—. Sí... gracias, Weatherby.

A Fred y a George se les atragantó el té de la risa. Percy, rojo como un tomate, se encargó de servirlo.

Algo similar sucedía en el presente. Mientras la cara de Percy se tornaba de un rojo intenso, medio comedor reía con ganas.

— Qué patético — dijo Nott con maldad.

— ¿Hablas de ti, no? — replicó Fred. — Estoy de acuerdo. Eres patético.

Nott se puso de pie, varita en mano, pero la profesora McGonagall fue rápida.

— Siéntese inmediatamente — exclamó. — Si veo un solo hechizo cruzar el comedor, estará castigado hasta final de curso.

Nott le lanzó una mirada asesina a Fred antes de retomar su asiento. Todos los Weasley miraban a Nott con tanto odio como él a ellos.

Ah, también tengo que hablar contigo, Arthur —dijo el señor Crouch, fijando en el padre de Ron sus ojos de lince—. Alí Bashir está en pie de guerra. Quiere comentarte lo del embargo de alfombras voladoras.

El señor Weasley exhaló un largo suspiro.

Justo esta semana pasada le he enviado una lechuza sobre este tema. Se lo he dicho más de cien veces: las alfombras están definidas como un artefacto muggle en el Registro de Objetos de Encantamiento Prohibidos. ¿No habrá manera de que lo entienda?

— ¿Y a quién le importa eso? — se oyó murmurar a Jack Sloper. — Yo quiero que leamos el partido.

Harry estaba totalmente de acuerdo.

Creo que no —reconoció el señor Crouch, tomando la taza que le tendía Percy—. Está desesperado por exportar a este país.

Bueno, nunca sustituirán a las escobas en Gran Bretaña, ¿no os parece? —observó Bagman.

— Ni de broma — dijo Wood. — Las escobas son mil veces más fáciles de usar y más seguras que las alfombras voladoras.

Alí piensa que en el mercado hay un hueco para el vehículo familiar —repuso el señor Crouch—. Recuerdo que mi abuelo tenía una Axminster de doce plazas. Por supuesto, eso fue antes de que las prohibieran.

Lo dijo como si no quisiera dejar duda alguna de que todos sus antepasados habían respetado escrupulosamente la ley.

Algunos bufaron al oír eso.

¿Así que has estado ocupado, Barty? —preguntó Bagman en tono jovial.

Bastante —contestó secamente el señor Crouch—. No es pequeña hazaña organizar trasladores en los cinco continentes, Ludo.

Supongo que tanto uno como otro os alegraréis de que esto acabe —comentó el señor Weasley.

Ludo Bagman se mostró muy asombrado.

¿Alegrarme? Nunca lo he pasado tan bien... y, además, no se puede decir que no nos quede de qué preocuparnos. ¿Verdad, Barty? Aún hay mucho que organizar, ¿verdad?

— Bagman ni organizó nada para los mundiales ni para el torneo de los tres magos — bufó Tonks. — Conozco a un miembro de su departamento y se pasaba los días llorando por los rincones a causa del estrés. Bagman les cargó todo el trabajo a ellos.

A Harry no le caía bien Bagman, pero después de todo lo que estaba oyendo, le caía aún peor.

El señor Crouch levantó las cejas mirando a Bagman.

Hemos acordado no decir nada hasta que todos los detalles...

¡Ah, los detalles! —dijo Bagman, haciendo un gesto con la mano para echar a un lado aquella palabra como si fuera una nube de mosquitos—. Han firmado, ¿no es así? Se han mostrado conformes, ¿no es así? Te apuesto lo que quieras a que muy pronto estos chicos se enterarán de algún modo. Quiero decir que, como es en Hogwarts donde va a tener lugar...

— Muy sutil — ironizó Angelina.

Ludo, te recuerdo que tenemos que buscar a los búlgaros —dijo de forma cortante el señor Crouch—. Gracias por el té, Weatherby.

Percy volvió a ruborizarse, aunque esta vez nadie se rió de él.

Le devolvió a Percy la taza, que continuaba llena, y aguardó a que Ludo se levantara. Apurando el té que le quedaba, Bagman se puso de pie con esfuerzo acompañado del tintineo de las monedas que llevaba en los bolsillos.

¡Hasta luego! —se despidió—. Estaréis conmigo en la tribuna principal. ¡Yo seré el comentarista! —Saludó con la mano; Barty Crouch hizo un breve gesto con la cabeza, y tanto uno como otro se desaparecieron.

¿Qué va a pasar en Hogwarts, papá? —preguntó Fred de inmediato—. ¿A qué se referían?

No tardaréis en enteraros —contestó el señor Weasley, sonriendo.

— Nos lo podíais haber contado — se quejó Fred. — Habríamos guardado el secreto.

— No te lo crees ni tú — replicó Arthur con una ceja alzada.

Es información reservada, hasta que el ministro juzgue conveniente levantar el secreto —añadió Percy fríamente—. El señor Crouch ha hecho lo adecuado al no querer revelar nada.

Cállate, Weatherby —le espetó Fred.

Muchos rieron a carcajadas y Percy se puso todavía más rojo que antes.

— Te lo ganaste, admítelo — dijo Fred. — Estabas siendo muy pedante.

— Solo estaba cumpliendo con mi trabajo — replicó Percy. — Debía guardar el secreto.

Fred rodó los ojos y no respondió nada.

Conforme avanzaba la tarde la emoción aumentaba en el cámping, como una neblina que se hubiera instalado allí. Al oscurecer, el aire aún estival vibraba de expectación, y, cuando la noche llegó como una sábana a cubrir a los miles de magos, desaparecieron los últimos vestigios de disimulo: el Ministerio parecía haberse resignado ya a lo inevitable y dejó de reprimir los ostensibles indicios de magia que surgían por todas partes.

— Tanto trabajo para nada — suspiró Fudge. — Tuvimos que desmemorizar a tanta gente…

Los vendedores se aparecían a cada paso, con bandejas o empujando carros en los que llevaban cosas extraordinarias: escarapelas luminosas (verdes de Irlanda, rojas de Bulgaria) que gritaban los nombres de los jugadores; sombreros puntiagudos de color verde adornados con tréboles que se movían; bufandas del equipo de Bulgaria con leones estampados que rugían realmente; banderas de ambos países que entonaban el himno nacional cada vez que se las agitaba; miniaturas de Saetas de Fuego que volaban de verdad y figuras coleccionables de jugadores famosos que se paseaban por la palma de la mano en actitud jactanciosa.

La gente que había ido al mundial sonreía con ganas, recordando aquel ambiente festivo. Los que no habían podido asistir lo escuchaban todo con avidez, tratando de visualizar cada detalle.

He ahorrado todo el verano para esto —le dijo Ron a Harry mientras caminaban con Hermione entre los vendedores, comprando recuerdos. Aunque Ron se compró un sombrero con tréboles que se movían y una gran escarapela verde, adquirió también una figura de Viktor Krum, el buscador del equipo de Bulgaria. La miniatura de Krum iba de un lado para otro en la mano de Ron, frunciendo el entrecejo ante la escarapela verde que tenía delante.

Krum pareció sorprendido al escuchar eso e hizo una inclinación con la cabeza hacia Ron, agradeciéndole el apoyo. Ron hizo un ruido raro con la garganta, mitad gemido mitad gruñido, y acabó devolviéndole el saludo, aunque a regañadientes.

¡Vaya, mirad esto! —exclamó Harry, acercándose rápidamente hasta un carro lleno de montones de unas cosas de metal que parecían prismáticos excepto en el detalle de que estaban llenos de botones y ruedecillas.

Son omniculares —explicó el vendedor con entusiasmo—. Se puede volver a ver una jugada... pasarla a cámara lenta, y si quieres te pueden ofrecer un análisis jugada a jugada. Son una ganga: diez galeones cada uno.

— Vaya — exclamó un chico de tercero. — ¿Dónde vendían esos? ¡Yo no los vi! ¡Me habrían venido muy bien!

— Creo que los vendían solo en un par de puestos — replicó otro chico, este de cuarto de Ravenclaw. — Tuviste mala suerte.

Ahora me arrepiento de lo que he comprado —reconoció Ron, haciendo un gesto desdeñoso hacia el sombrero con los tréboles que se movían y contemplando los omniculares con ansia.

Deme tres —le dijo Harry al mago con decisión.

No... déjalo —pidió Ron, poniéndose colorado. Siempre le cohibía el hecho de que Harry, que había heredado de sus padres una pequeña fortuna, tuviera mucho más dinero que él.

Ron se sonrojó y Harry resistió las ganas de darle una colleja. Estaba harto de que Ron se sintiera mal por todo lo relacionado con el dinero. A Harry le agradaba poder comprar ese tipo de cosas para sus amigos.

Es mi regalo de Navidad —le explicó Harry, poniéndoles a él y a Hermione los omniculares en la mano—. ¡De los próximos diez años!

Conforme —aceptó Ron, sonriendo.

— Qué detalle tan bonito — dijo Luna.

— Sois adorables — suspiró Angelina. Harry no entendió muy bien a qué vino ese comentario, pero no quiso preguntar.

¡Gracias, Harry! —dijo Hermione—. Yo compraré unos programas...

Con los bolsillos considerablemente menos abultados, regresaron a las tiendas. Bill, Charlie y Ginny llevaban también escarapelas verdes, y el señor Weasley tenía una bandera de Irlanda. Fred y George no habían comprado nada porque le habían entregado todo el dinero a Bagman.

— Tendríais que haber guardado aunque fuera un poco — gimió la señora Weasley. — Todos vuestros ahorros…

— No te preocupes, mamá — dijo George. — No nos arrepentimos.

Y entonces se oyó el sonido profundo y retumbante de un gong al otro lado del bosque, y de inmediato se iluminaron entre los árboles unos faroles rojos y verdes, marcando el camino al estadio.

¡Ya es la hora! —anunció el señor Weasley, tan impaciente como los demás—. ¡Vamos!

— Ese es el final — dijo el chico de Hufflepuff.

Dumbledore sonrió.

— ¿Puede leer el título del siguiente capítulo? Aunque creo que puedo adivinarlo.

El chico asintió.

— Se llama: Los Mundiales de Quidditch.


●LA HISTORIA NO ES MÍA, LA PUEDEN ENCONTRAR ORIGINALMENTE EN FANFICTION AUTORA REAL: Luxerii 

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