El sauce boxeador:
— Ya está — anunció Sirius, cerrando el libro. — No me puedo creer que Arthur Weasley golpeara a Malfoy. ¡Y yo me lo perdí!
Dumbledore se puso en pie y cogió el libro mientras Sirius regresaba a su asiento junto a Lupin y Tonks.
— El siguiente capítulo se titula: El sauce boxeador. ¿Quién quiere leer?
Algunas personas levantaron la mano, aunque muy pocas de ellas eran estudiantes. El director eligió a Kingsley, quien se acercó a la tarima y tomó el libro mientras cientos de miradas curiosas lo seguían. Harry escuchó a Lavender y Parvati comentar la ropa del auror, su pelo y su estilo. El pendiente que llevaba parecía dejarlas fascinadas y Harry se sonrojó al oír exactamente cuánto le gustaba a Lavender. Mientras ella y Parvati se deshacían en risitas, ruborizadas, Sirius se acercó y se sentó junto a Harry.
— ¿Qué tal lo he hecho? — le preguntó en voz baja. Harry bufó.
— ¿Tenías que poner ese tono cada vez que Ginny hacía algo?
— Es que es divertido. Además, no te quejes, que me he controlado muchísimo — sonrió su padrino. Echó una mirada alrededor antes de añadir: — Eh, mira. Casi nadie me está mirando.
— Llevan un buen rato mirándote — le recordó Harry.
— Exacto — Harry no comprendía por qué Sirius parecía tan contento. El ex-convicto debió de darse cuenta de la confusión de Harry, porque añadió: — Me estaba cansando del ambiente de funeral que había. Espero que ahora dejen de mirarme todo el tiempo.
Harry se quedó con la boca abierta.
— ¿Lo has hecho aposta? ¿Por eso te has ofrecido para leer?
— Claro que sí — resopló Sirius. — ¿Por qué otro motivo lo haría? Es un aburrimiento, me sentía el viejo Binns ahí arriba. Me parece más divertido comentar los libros que leerlos.
Harry miró alrededor y vio que, efectivamente, no mucha gente estaba mirándoles en ese momento. De hecho, la mayoría de alumnos tenían la vista fija en Kingsley, quien parecía producirles una gran curiosidad.
— No me puedo creer que haya funcionado. Eso ha sido… muy inteligente.
— ¿Qué pasa, te sorprende que haga algo inteligente? — bromeó Sirius. — Te recuerdo que soy la primera persona que ha conseguido escapar de Azkaban.
Harry le sonrió, orgulloso de su padrino.
— Ojalá me hubiera tocado leer algo más interesante — se lamentó Sirius. — No sé, un capítulo sobre el futuro. ¡Donde haya pelea! Me pido leer el capítulo en el que la palme Voldy.
— Ese quiero leerlo yo — dijo Harry.
— Ponte a la cola — respondió Sirius, sacándole la lengua. Harry rodó los ojos, aunque no pudo evitar sonreír. Todavía no se acostumbraba a poder hablar con Sirius en público. Con una nota de pánico, se dio cuenta de nuevo de que ya no había marcha atrás: Sirius ya no podría volver a esconderse, porque todos sabían que era un animago y que estaba relacionado con él y con Dumbledore.
Esta vez, Sirius no interpretó bien las emociones en la cara de Harry, porque le sonrió y dijo:
— Qué bien sienta estar aquí sin que todos me miren fijamente. Empezaba a echar de menos ser un perro.
— Hey, Sirius — intervino Ron, quien había estado hablando con Hermione. — ¿Desde cuándo te gusta leer en público?
Parecía decepcionado. Sirius bufó.
— Empezaba a sentirme un dementor — dijo. — Imagina leer los siete libros con el ambiente que ha habido desde que descubrieron que estoy aquí.
— Querrás decir, desde que tú echaste por la borda tu coartada como Canuto — le recordó Hermione. Con una mueca, Sirius contestó:
— No fue mi culpa. Y aunque lo fuera — añadió al ver la expresión de Hermione — lo hecho, hecho está.
Hermione no respondió, porque justo en ese momento Kingsley se aclaró la garganta antes de decir:
— Este capítulo se titula: El sauce boxeador.
Harry escuchó a Lavender y Parvati murmurar algo entre risitas. Ginny parecía exasperada.
Sirius le hizo un gesto de despedida al trío y volvió a sentarse junto a Remus y Tonks, quienes le habían guardado el sitio.
El final del verano llegó más rápido de lo que Harry habría querido. Estaba deseando volver a Hogwarts, pero por otro lado, el mes que había pasado en La Madriguera había sido el más feliz de su vida.
Se escucharon varios "Oooh" entre los estudiantes. Muchas personas parecían enternecidas. Harry evitó cruzar miradas con cualquiera de ellas.
Por otro lado, los Weasleys se sentían orgullosos y felices, especialmente la señora Weasley, quien estaba decidida a no permitir que Harry volviera a pisar Privet Drive.
Le resultaba difícil no sentir envidia de Ron cuando pensaba en los Dursley y en la bienvenida que le darían cuando volviera a Privet Drive.
Ron pareció sorprendido durante un segundo, pero enseguida se recuperó. Harry lo miró con cierta culpabilidad, sabiendo que sentir envidia de su mejor amigo no era precisamente lo más sano del mundo. Pero Ron no parecía molesto; al contrario, le sonrió como diciendo "No me extraña" y le dio un golpe suave en el hombro que Harry le devolvió.
La última noche, la señora Weasley hizo aparecer, por medio de un conjuro, una cena suntuosa que incluía todos los manjares favoritos de Harry y que terminó con un suculento pudín de melaza.
— Quiero que los Weasley me inviten a cenar — se escuchó decir a un alumno de tercero de Hufflepuff. Muchos rieron, aunque ciertamente él no era el único que pensaba eso.
Fred y George redondearon la noche con una exhibición de las bengalas del doctor Filibuster, y llenaron la cocina con chispas azules y rojas que rebotaban del techo a las paredes durante al menos media hora. Después de esto, llegó el momento de tomar una última taza de chocolate caliente e ir a la cama.
— ¿Chocolate caliente? ¿En verano? — preguntó Hannah Abbott con una mueca de asco.
— No hace mucho calor donde vivimos — le explicó Ron. — De noche, puedes llegar a tener frío si te quedas en el jardín.
— El centro de Londres es un infierno en verano — comentó una chica de sexto. — La idea de tomar chocolate caliente hace que me ponga a sudar de solo pensarlo.
Muchos, aquellos que vivían en zonas con más concentración de calor, le dieron la razón.
A la mañana siguiente, les llevó mucho rato ponerse en marcha.
— Como siempre — resopló Molly.
Se levantaron con el canto del gallo, pero parecía que quedaban muchas cosas por preparar. La señora Weasley, de mal humor, iba de aquí para allá como una exhalación, buscando tan pronto unos calcetines como una pluma. Algunos chocaban en las escaleras, medio vestidos, sosteniendo en la mano un trozo de tostada, y el señor Weasley, al llevar el baúl de Ginny al coche a través del patio, casi se rompe el cuello cuando tropezó con una gallina despistada.
Aunque algunos rieron, otros parecieron alarmados. Arthur sonreía.
A Harry no le entraba en la cabeza que ocho personas, seis baúles grandes, dos lechuzas y una rata pudieran caber en un pequeño Ford Anglia. Claro que no había contado con las prestaciones especiales que le había añadido el señor Weasley.
Harry volvió a escuchar a Lavender y Parvati comentar algo y reír por lo bajo. Empezaban a ponerle nervioso.
—No le digas a Molly ni media palabra —susurró a Harry al abrir el maletero y enseñarle cómo lo había ensanchado mágicamente para que pudieran caber los baúles con toda facilidad.
— Como si no me diera cuenta — dijo Molly, mirando con severidad a su marido.
Cuando por fin estuvieron todos en el coche, la señora Weasley echó un vistazo al asiento trasero, en el que Harry, Ron, Fred, George y Percy estaban confortablemente sentados, unos al lado de otros, y dijo:
—Los muggles saben más de lo que parece, ¿verdad?
— Pues no parece que te importara mucho, mamá — dijo Fred. Molly lo ignoró olímpicamente, aunque se había ruborizado. Arthur sonreía ampliamente.
—Ella y Ginny iban en el asiento delantero, que había sido alargado hasta tal punto que parecía un banco del parque—. Quiero decir que desde fuera uno nunca diría que el coche es tan espacioso, ¿verdad?
— Eres muy buena actriz — dijo George con sorpresa.
El señor Weasley arrancó el coche y salieron del patio. Harry se volvió para echar una última mirada a la casa.
— Qué mono — dijo Demelza Robins.
Apenas le había dado tiempo a preguntarse cuándo volvería a verla, cuando tuvieron que dar la vuelta, porque a George se le había olvidado su caja de bengalas del doctor Filibuster. Cinco minutos después, el coche tuvo que detenerse en el corral para que Fred pudiera entrar a coger su escoba. Y cuando ya estaban en la autopista, Ginny gritó que se había olvidado su diario y tuvieron que retroceder otra vez.
— Ojalá lo hubiera dejado allí — murmuró Ginny. Hermione le cogió la mano.
Harry, quien no recordaba que habían vuelto a propósito a por el dichoso diario, pensaba exactamente igual que Ginny.
Cuando Ginny subió al coche, después de recoger el diario, llevaban muchísimo retraso y los ánimos estaban alterados. El señor Weasley miró primero su reloj y luego a su mujer.
—Molly, querida…
—No, Arthur.
—Nadie nos vería. Este botón de aquí es un accionador de invisibilidad que he instalado. Ascenderíamos en el aire, luego volaríamos por encima de las nubes y llegaríamos en diez minutos. Nadie se daría cuenta…
Se oyeron exclamaciones de admiración. El señor Weasley pareció muy orgulloso de sí mismo.
—He dicho que no, Arthur, no a plena luz del día.
— Exacto — gruñó Moody. Cada vez que hablaba, algún alumno despistado pegaba un salto. — Es demasiado arriesgado.
Llegaron a King's Cross a las once menos cuarto. El señor Weasley cruzó la calle a toda pastilla para hacerse con unos carritos para cargar los baúles, y entraron todos corriendo en la estación. Harry ya había cogido el expreso de Hogwarts el año anterior. La dificultad estaba en llegar al andén nueve y tres cuartos, que no era visible para los ojos de los muggles. Lo que había que hacer era atravesar caminando la gruesa barrera que separaba el andén nueve del diez. No era doloroso, pero había que hacerlo con cuidado para que ningún muggle notara la desaparición.
— ¿Por qué están explicando eso otra vez? — bufó Malfoy. — Ya lo sabemos.
Muchos estaban de acuerdo con él, pero solo algunos lo dijeron en voz alta. Parecía que empezaba a caerle muy mal al resto de estudiantes.
—Percy primero —dijo la señora Weasley, mirando con inquietud el reloj que había en lo alto, que indicaba que sólo tenían cinco minutos para desaparecer disimuladamente a través de la barrera.
Percy suspiró, suponiendo que esa sería su última aparición con su familia. Sentía que la tensión entre él y los demás cada vez era más pronunciada, pero no tenía ni idea de cómo arreglar la situación.
Percy avanzó deprisa y desapareció. A continuación fue el señor Weasley. Lo siguieron Fred y George.
—Yo pasaré con Ginny, y vosotros dos nos seguís —dijo la señora Weasley a Harry y Ron, cogiendo a Ginny de la mano y empezando a caminar. En un abrir y cerrar de ojos ya no estaban.
De nuevo, Parvati y Lavender murmuraban entre risitas. Harry se dio cuenta en ese momento de que no eran las únicas: otras dos chicas de sexto de Ravenclaw, amigas de Cho, susurraban y reían por lo bajo. También unas chicas de séptimo de Slytherin, a quienes Harry no conocía de nada.
—Vamos juntos, sólo nos queda un minuto —dijo Ron a Harry.
Harry se aseguró de que la jaula de Hedwig estuviera bien sujeta encima del baúl, y empujó el carrito contra la barrera. No le daba miedo; era mucho más seguro que usar los polvos flu. Se inclinaron sobre la barra de sus carritos y se encaminaron con determinación hacia la barrera, cogiendo velocidad. A un metro de la barrera, empezaron a correr y…
¡PATAPUM!
— ¿Qué? — fue la exclamación general.
— ¿Se os acabó el tiempo? — preguntó Sirius, sorprendido. — Qué lentos.
— No fue eso — bufó Harry.
Los dos carritos chocaron contra la barrera y rebotaron. El baúl de Ron saltó y se estrelló contra el suelo con gran estruendo, Harry se cayó y la jaula de Hedwig, al dar en el suelo, rebotó y salió rodando, con la lechuza dentro dando unos terribles chillidos.
Harry hizo una mueca al pensar en la pobre Hedwig. Eso había debido doler.
Todo el mundo los miraba, y un guardia que había allí cerca les gritó:
—¿Qué demonios estáis haciendo?
—He perdido el control del carrito —dijo Harry entre jadeos, sujetándose las costillas mientras se levantaba. Ron salió corriendo detrás de la jaula de Hedwig, que estaba provocando tal escena que la multitud hacía comentarios sobre la crueldad con los animales.
Mientras algunos reían y otros se preocupaban por Hedwig, Harry volvió a escuchar a Parvati soltar una risita. Sin poder aguantarlo más, se inclinó hacia delante y le preguntó a Ginny:
— ¿De qué se ríen? Llevan así un buen rato.
Ginny rodó los ojos.
— Hombres… ¿en serio no ves por qué?
Ante la mirada confusa de Harry, Ginny se apiadó de él.
— Es por la voz de Kingsley. Y por su físico, obviamente.
— ¿Qué le pasa a su voz? — preguntó Harry, estupefacto.
Hermione, quien había escuchado toda la conversación, soltó una risita.
— Kingsley tiene la voz muy grave. Y suave también. Eso les gusta — añadió, señalando con el hombro a Parvati y Lavender, quienes parecían estar disfrutando cada palabra que Kingsley decía.
— Es muy… varonil — explicó Ginny, y tanto ella como Hermione se deshicieron en risitas.
Harry se arrepentía mucho de haber preguntado. Su único consuelo era ver en la expresión de Ron que él estaba tan sobrecogido como él.
—¿Por qué no hemos podido pasar? —preguntó Harry a Ron.
—Ni idea.
— Siempre os pasan cosas raras — comentó Luna.
Ron miró furioso a su alrededor. Una docena de curiosos todavía los estaban mirando.
—Vamos a perder el tren —se quejó—. No comprendo por qué se nos ha cerrado el paso.
En ese momento, para sorpresa de Ron, apareció delante de él un pastelito de crema con una nota.
"Una disculpa, señor Weezy".
Harry, Ron y Hermione intercambiaron miradas. Un segundo después, Harry se dio cuenta de que también había aparecido un pastel frente a él. En este caso, la nota rezaba "Lo siento, Harry Potter".
— ¿De dónde habéis sacado eso? — preguntó Dean. Harry y Ron se apresuraron a quitar las notas de los pasteles.
— De las cocinas, los cogimos antes — inventó Harry. — ¿Quieres uno?
Dean asintió y, viendo la expresión de anhelo en la cara de Neville, Harry partió el pastelito en dos mitades y le dio una a cada uno. Neville sonrió, agradecido.
— ¿Me das medio? — le preguntó Ginny a Ron, quien se lo pensó un segundo antes de ceder y partir la golosina por la mitad.
Mientras tanto, Kingsley seguía leyendo y nadie en el comedor les hacía caso.
Harry miró el reloj gigante de la estación y sintió náuseas en el estómago. Diez segundos…, nueve segundos… Avanzó con el carrito, con cuidado, hasta que llegó a la barrera, y empujó a continuación con todas sus fuerzas. La barrera permaneció allí, infranqueable.
— Es imposible que eso suceda antes de las once en punto — dijo la profesora Sprout, sorprendida.
Tres segundos…, dos segundos…, un segundo…
—Ha partido —dijo Ron, atónito—. El tren ya ha partido. ¿Qué pasará si mis padres no pueden volver a recogernos? ¿Tienes algo de dinero muggle?
Algunos bufaron, incrédulos.
— Ron… — dijo Hermione pacientemente. — ¿De verdad pensaste que tus padres no podrían volver? Todos los padres se esperan a que el tren haya partido antes de regresar.
— Exacto — dijo Ernie Macmillan. — La barrera no se cierra para ellos.
— Además, pueden aparecerse — añadió Susan Bones.
— Callaos — gruñó Ron. — Tenía doce años y me acababa de dar un golpe en la cabeza, no me juzguéis.
Ante eso, no pudieron hacer otra cosa que reír y seguir leyendo.
Harry soltó una risa irónica.
—Hace seis años que los Dursley no me dan la paga semanal.
— ¿En algún momento te dieron paga semanal? — Seamus parecía sorprendido.
— Era una miseria, pero algo es algo — dijo Harry, encogiéndose de hombros.
Ron pegó la cabeza a la fría barrera.
—No oigo nada —dijo preocupado—. ¿Qué vamos a hacer? No sé cuánto tardarán mis padres en volver por nosotros.
— Apenas unos minutos — contestó el señor Weasley. — Y solo porque nos quedamos hablando con otros padres. Si no, habríamos salido ya.
Aunque Arthur no lo decía con tono enfadado, Ron se sonrojó.
Echaron un vistazo a la estación. La gente todavía los miraba, principalmente a causa de los alaridos incesantes de Hedwig.
— Pobrecita — se lamentó Luna. — Debía estar muy asustada.
— Seguro que se hizo daño con el golpe — dijo Angelina. Harry negó con la cabeza.
— Seguramente el golpe dolió, pero no se hizo nada grave. Podía volar perfectamente, solo estaba alterada.
—A lo mejor tendríamos que ir al coche y esperar allí —dijo Harry—. Estamos llamando demasiado la aten…
—¡Harry! —dijo Ron, con los ojos refulgentes—. ¡El coche!
—¿Qué pasa con él?
—¡Podemos llegar a Hogwarts volando!
— Así que la idea fue totalmente tuya, Ronnie — dijo Fred, fingiendo estar decepcionado. — Creí que tenías más sentido de la aventura, Harry.
— ¡No los animes! — resopló la señora Weasley.
—Pero yo creía…
—Estamos en un apuro, ¿verdad? Y tenemos que llegar al colegio, ¿verdad? E incluso a los magos menores de edad se les permite hacer uso de la magia si se trata de una verdadera emergencia, sección decimonovena o algo así de la Restricción sobre Chismes…
— Eso no era una emergencia — los regañó McGonagall.
El pánico que sentía Harry se convirtió de repente en emoción.
Algunos sonrieron, viendo ya lo que iba a pasar. Los que ya estaban en el colegio en aquel entonces recordaban las historias de cómo dos niños de segundo habían llegado a Hogwarts en coche volador.
—¿Sabes hacerlo volar?
—Por supuesto —dijo Ron, dirigiendo su carrito hacia la salida—. Venga, vamos, si nos damos prisa podremos seguir al expreso de Hogwarts.
— ¿Cómo aprendiste a conducir? — le preguntó Sirius con curiosidad. — No creo que Arthur te enseñara…
— Pero Fred y George sí — replicó Ron. Los gemelos fingieron sorprenderse al notar la mirada furiosa de su madre.
— ¿Nosotros? ¿Nos estás acusando, querido hermano, de enseñar a conducir a un niño de doce años? — exclamó Fred.
— Me siento ultrajado — dijo George. — Nuestra propia sangre, dándonos la espalda… Oh, bueno. Eso no es nada nuevo.
Le lanzó una mirada directamente a Percy, quien casi saltó en su asiento por la impresión.
Sabiendo cuán delicada era la situación de los Weasley con Percy, Kingsley siguió leyendo. Molly se había quedado muy seria, al igual que Arthur.
Y abriéndose paso a través de la multitud de muggles curiosos, salieron de la estación y regresaron a la calle lateral donde habían aparcado el viejo Ford Anglia. Ron abrió el gran maletero con unos golpes de varita mágica.
La profesora Umbridge se aclaró la garganta.
— Ejem… Auror Shacklebolt, si me permite…. Este es el segundo caso de magia ilegal en cuestión de unos pocos capítulos. Creo que está de más decir que parece haberse formado una tendencia a romper la ley entre Potter y sus compañías.
Dijo eso último mirando fijamente a Harry, quien tuvo la certeza, durante un segundo, de que ella sabía lo del Ejército de Dumbledore.
— Le recuerdo, Dolores — intervino McGonagall — que el caso de supuesta magia ilegal de Potter en realidad fue causado por un elfo doméstico. Potter no hizo magia en ningún momento.
— Pero Weasley sí — insistió Umbridge. — Esta vez no hay excusa que valga. No había ningún motivo para utilizar la magia en esa situación.
— Siga leyendo, auror Shacklebolt — interrumpió Fudge, dejando a Umbridge descolocada. A Harry le pareció que el ministro parecía extremadamente cansado. ¿Empezaban a pesarle ya todos los errores que había cometido?
Metieron dentro los baúles, dejaron a Hedwig en el asiento de atrás y se acomodaron delante.
—Comprueba que no nos ve nadie —le pidió Ron, arrancando el coche con otro golpe de varita. Harry sacó la cabeza por la ventanilla; el tráfico retumbaba por la avenida que tenían delante, pero su calle estaba despejada.
—Vía libre —dijo Harry.
— Pues que suerte, esa calle suele estar llena de gente — dijo Cho Chang.
— ¿Suerte? — exclamó su amiga, Marietta. — No, ojala hubiera habido alguien allí, asi no habrían llevado a cabo ese plan de locos. Podrían haberse matado
El comedor estaba dividido, pero la mayoría de estudiantes estaba de parte de Harry y ron.
Ron pulsó un diminuto botón plateado que había en el salpicadero y el coche desapareció con ellos. Harry notaba el asiento vibrar debajo de él, oía el motor, sentía sus propias manos en las rodillas y las gafas en la nariz, pero, a juzgar por lo que veía, se había convertido en un par de ojos que flotaban a un metro del suelo en una lúgubre calle llena de coches aparcados.
— ¡Qué guay!
— ¡Increíble!
— No es justo — se quejó Dean. — Vosotros ya sabéis cómo es ser invisible, por esa capa que tienes, Harry. Ojala pudiera ser invisible durante un par de horas.
— ¿Qué harías? — le preguntó Seamus.
— Huir de ti.
Mientras Seamus le atestaba varios golpes a Dean, Kingsley siguió leyendo.
—¡En marcha! —dijo a su lado la voz de Ron.
Fue como si el pavimento y los sucios edificios que había a cada lado empezaran a caer y se perdieran de vista al ascender el coche; al cabo de unos segundos, tenían todo Londres bajo sus pies, impresionante y neblinoso.
— Tiene que ser precioso — dijo Neville.
Entonces se oyó un ligero estallido y reaparecieron el coche, Ron y Harry. —¡Vaya! —dijo Ron, pulsando el botón del accionador de invisibilidad—. Se ha estropeado.
— Cómo no, siempre tiene que pasar algo — bufó Hermione.
Los dos se pusieron a darle golpes. El coche desapareció, pero luego empezó a aparecer y desaparecer de forma intermitente.
—¡Agárrate! —gritó Ron, y apretó el acelerador. Como una bala, penetraron en las nubes algodonosas y todo se volvió neblinoso y gris.
— Oh, no — dijo una chica de segundo de Gryffindor. — ¿Y si os hubierais chocado con algo?
— ¿Con qué se iban a chocar a esa altura? — preguntó Romilda Vane. La chica de segundo la miro fijamente antes de decir:
— Aviones. Rascacielos. Pájaros.
Romilda, muy roja, le lanzó una mirada furiosa a la otra chica.
—¿Y ahora qué? —preguntó Harry, pestañeando ante la masa compacta de nubes que los rodeaba por todos lados.
—Tendríamos que ver el tren para saber qué dirección seguir —dijo Ron. —Vuelve a descender, rápido.
— Es imposible que encontréis el tren — dijo Terry Boot. — ¿Con toda la niebla que suele haber en Londres? Imposible.
Descendieron por debajo de las nubes, y se asomaron mirando hacia abajo con los ojos entornados.
—¡Ya lo veo! —gritó Harry—. ¡Todo recto, por allí!
— ¿En serio? — dijo Justin. Terry Boot también parecía muy sorprendido.
El expreso de Hogwarts corría debajo de ellos, parecido a una serpiente roja.
—Derecho hacia el norte —dijo Ron, comprobando el indicador del salpicadero—. Bueno, tendremos que comprobarlo cada media hora más o menos. Agárrate. —Y volvieron a internarse en las nubes. Un minuto después, salían al resplandor de la luz solar.
— Vaya, de verdad sabes usar un coche — Dennis Creevey parecía impresionado. — Yo estoy deseando aprender a conducir… pero por el suelo.
— Por el aire es mejor, te lo puedo asegurar — le dijo Sirius.
Dennis pestañeo un par de veces antes de responder:
—Creo que me daría miedo chocar con algo. Para volar prefiero las escobas.
— Es más probable que te choques con algo en el suelo — le dijo Ron. Aun así, Dennis no parecía muy convencido.
Aquél era un mundo diferente. Las ruedas del coche rozaban el océano de esponjosas nubes y el cielo era una extensión inacabable de color azul intenso bajo un cegador sol blanco.
— Seguro que era precioso — dijo Katie.
—Ahora sólo tenemos que preocuparnos de los aviones —dijo Ron.
Se miraron el uno al otro y rieron. Tardaron mucho en poder parar de reír.
— ¿Por qué? Ni siquiera era un comentario gracioso — bufó Zabini.
— Estaban algo histéricos por la adrenalina — explicó Daphne Greengrass.
Era como si hubieran entrado en un sueño maravilloso. Aquélla, pensó Harry, era seguramente la manera ideal de viajar: pasando copos de nubes que parecían de nieve, en un coche inundado de luz solar cálida y luminosa, con una gran bolsa de caramelos en la guantera e imaginando las caras de envidia que pondrían Fred y George cuando aterrizaran con suavidad en la amplia explanada de césped delante del castillo de Hogwarts.
— Eso suena genial — sonrió Dean.
— Especialmente la parte en la que Fred y George os tienen envidia — añadió Ginny.
Los gemelos fingieron estar ofendidos, pero era obvio para todo el mundo que no era así.
Comprobaban regularmente el rumbo del tren a medida que avanzaban hacia el norte, y cada vez que bajaban por debajo de las nubes veían un paisaje diferente. Londres quedó atrás enseguida y fue reemplazado por campos verdes que dieron paso a brezales de color púrpura, a aldeas con diminutas iglesias en miniatura y a una gran ciudad animada por coches que parecían hormigas de variados colores.
— Debió ser genial — dijo Sirius. — Ojala fueran así todos los viajes.
Muchos asintieron. Harry se dio cuenta de que nadie miró con miedo a Sirius por hablar.
Sirius le sonrió a Harry, haciendo un gesto con el pulgar hacia arriba. A Harry le seguía pareciendo increíble que Sirius hubiera leído solo para que la gente se acostumbrara a su presencia.
Sin embargo, después de varias horas sin sobresaltos, Harry tenía que admitir que parte de la diversión se había esfumado. Los caramelos les habían dado una sed tremenda y no tenían nada que beber. Harry y Ron se habían despojado de sus jerséis, pero al primero se le pegaba la camiseta al respaldo del asiento y a cada momento las gafas le resbalaban hasta la punta de la nariz empapada de sudor. Había dejado de maravillarse con las sorprendentes formas de las nubes y se acordaba todo el tiempo del tren que circulaba miles de metros más abajo, donde se podía comprar zumo de calabaza muy frío del carrito que llevaba una bruja gordita. ¿Por qué motivo no habrían podido entrar en el andén nueve y tres cuartos?
Muchos se echaron a reír, especialmente los que habían sentido más envidia de Harry y Ron al leer todo lo anterior.
— Os lo tenéis merecido — dijo George, burlón.
—No puede quedar muy lejos ya, ¿verdad? —dijo Ron, con la voz ronca, horas más tarde, cuando el sol se hundía en el lecho de nubes, tiñéndolas de un rosa intenso—. ¿Listo para otra comprobación del tren?
— Eso es peligroso — dijo la señora Pomfrey con el ceño fruncido. — Conducir deshidratado puede ser mortal.
Ron tragó saliva.
Éste continuaba debajo de ellos, abriéndose camino por una montaña coronada de nieve. Se veía mucho más oscuro bajo el dosel de nubes. Ron apretó el acelerador y volvieron a ascender, pero al hacerlo, el motor empezó a chirriar.
— Oh, no… — exclamó un Ravenclaw de cuarto.
Harry y Ron se intercambiaron miradas nerviosas.
—Seguramente es porque está cansado —dijo Ron—, nunca había hecho un viaje tan largo…
Y ambos hicieron como que no se daban cuenta de que el chirrido se hacía más intenso al tiempo que el cielo se oscurecía. Las estrellas iban apareciendo en el firmamento. Se hacía de noche. Harry volvió a ponerse el jersey, tratando de no dar importancia al hecho de que los limpiaparabrisas se movían despacio, como en protesta.
— ¿El coche tenia sentimientos? — preguntó un chico de primero con los ojos muy abiertos. — ¿Eso es posible?
— Algo así — respondió Harry. — No sé, era como si tuviera conciencia.
Miró a Arthur, preguntándose si él podría explicar exactamente qué era ese coche, pero el patriarca de los Weasley solo sonrió enigmáticamente.
—Ya queda poco —dijo Ron, dirigiéndose más al coche que a Harry—, ya queda muy poco —repitió, dando unas palmadas en el salpicadero con aire preocupado. Cuando, un poco más adelante, volvieron a descender por debajo de las nubes, tuvieron que aguzar la vista en busca de algo que pudieran reconocer.
— Dos estudiantes de segundo conduciendo por el aire, deshidratados y en medio de la oscuridad de la noche — enumeró la profesora Sprout. — Lo increíble es que no os matarais.
Ante eso, ni Harry ni Ron podían argumentar nada. Realmente había sido un milagro que hubieran llegado a Hogwarts.
—¡Allí! —gritó Harry de forma que Ron y Hedwig dieron un bote—. ¡Allí delante mismo!
En lo alto del acantilado que se elevaba sobre el lago, las numerosas torres y atalayas del castillo de Hogwarts se recortaban contra el oscuro horizonte.
— Menos mal — dijo Hannah Abbott.
Algunas personas, que empezaban a ponerse nerviosas, se quedaron un poco más tranquilas.
Pero el coche había empezado a dar sacudidas y a perder velocidad.
—¡Vamos! —dijo Ron para animar al coche, dando una ligera sacudida al volante —. ¡Venga, que ya llegamos!
El motor chirriaba. Del capó empezaron a salir delgados chorros de vapor. Harry se agarró muy fuerte al asiento cuando se orientaron hacia el lago.
— ¿Qué habría pasado si hubierais caído al lago? — pregunto Colin. — ¿El coche tenía flotadores o algo? ¿Se convertía en barco?
— Nos habríamos ahogado — respondió Harry. Ron asintió solemnemente.
El coche osciló de manera preocupante. Mirando por la ventanilla, Harry vio la superficie calma, negra y cristalina del agua, un par de kilómetros por debajo de ellos. Ron aferraba con tanta fuerza el volante, que se le ponían blancos los nudillos de las manos. El coche volvió a tambalearse.
Algunos alumnos, nerviosos, se inclinaron en el asiento. Muchos recordaban que Harry y Ron habían chocado contra el sauce boxeador, pero ese no era precisamente un pensamiento tranquilizador.
—¡Vamos! —dijo Ron.
Sobrevolaban el lago. El castillo estaba justo delante de ellos. Ron apretó el pedal a fondo.
Oyeron un estruendo metálico, seguido de un chisporroteo, y el motor se paró completamente.
—¡Oh! —exclamó Ron, en medio del silencio.
Lo mismo exclamaban muchos en el comedor.
El morro del coche se inclinó irremediablemente hacia abajo. Caían, cada vez más rápido, directos contra el sólido muro del castillo.
En tensión, algunos alumnos de primero miraban a Kingsley con la boca abierta.
—¡Noooooo! —gritó Ron, girando el volante; esquivaron el muro por unos centímetros cuando el coche viró describiendo un pronunciado arco y planeó sobre los invernaderos y luego sobre la huerta y el oscuro césped, perdiendo altura sin cesar.
— Eso demuestra que sabes conducir bien, Weasley — dijo Moody.
— Conseguiste que el coche desviara su trayectoria — lo felicitó Sirius. — Bien hecho.
Ron se ruborizó.
Ron soltó el volante y se sacó del bolsillo de atrás la varita mágica.
—¡ALTO! ¡ALTO! —gritó, dando unos golpes en el salpicadero y el parabrisas, pero todavía estaban cayendo en picado, y el suelo se precipitaba contra ellos…
— ¿Sabes? Siempre me dio un poco de envidia no haber ido con vosotros — susurró Hermione. — Pero leyendo esto, creo que me habría dado un infarto.
Ron soltó una risotada.
— Si hubieras venido, quizá se te habría ocurrido algo para frenar el coche y evitar la caída.
— A saber — dijo Hermione, algo ruborizada.
—¡CUIDADO CON EL ÁRBOL! —gritó Harry, cogiendo el volante, pero era demasiado tarde.
¡PAF!
Muchos hicieron muecas de dolor.
Con gran estruendo, chocaron contra el grueso tronco del árbol y se dieron un gran batacazo en el suelo. Del abollado capó salió más humo; Hedwig daba chillidos de terror; a Harry le había salido un doloroso chichón del tamaño de una bola de golf en la cabeza, al golpearse contra el parabrisas; y, a su lado, Ron emitía un gemido ahogado de desesperación.
— Pobrecitos — dijo una chica de tercero de Hufflepuff.
— Ellos me dan igual, pero pobre Hedwig — respondió una chica que estaba sentada a su lado. Su amiga le atestó un almohadazo en la frente.
— No seas borde — la regañó, entre las risas de muchos.
—¿Estás bien? —le preguntó Harry inmediatamente.
—¡Mi varita mágica! —dijo Ron con voz temblorosa—. ¡Mira mi varita!
Se había partido prácticamente en dos pedazos, y la punta oscilaba, sujeta sólo por unas pocas astillas.
— Y yo que me alegro — bufó Ron. Muchos lo miraron con curiosidad y escepticismo, pero él no dijo nada para justificarse.
Harry abrió la boca para decir que estaba seguro de que podrían recomponerla en el colegio, pero no llegó a decir nada.
— Pues no podían — se quejó Ron.
— ¿No debería existir un sistema que le diera varitas gratis a los alumnos que las necesiten? — pregunto Hermione. — De hecho, ¿no debería haber un sistema de becas en Hogwarts?
—Muy buena pegunta — dijo Dumbledore. — Lo hay, señorita Granger. Sin embargo, y por desgracia para el señor Weasley, las becas de Hogwarts no se extienden a objetos particulares.
— Pues a mí me comprasteis una Nimbus 2000 — replicó Harry. Por algún motivo, ver a Dumbledore hablar calmadamente con Hermione lo ponía de los nervios. ¿Por qué el director ni siquiera lo miraba a la cara?
— Ciertamente — admitió Dumbledore, mirando aún a Hermione. — Supongo que son necesarios algunos cambios en el sistema de becas y ayudas.
Como nadie dijo nada más, Kingsley siguió leyendo.
En aquel mismo momento, algo golpeó contra su lado del coche con la fuerza de un toro que les embistiera y arrojó a Harry sobre Ron, al mismo tiempo que el techo del coche recibía otro golpe igualmente fuerte.
— ¿Os chocasteis contra algo vivo? — preguntó una chica de primero, asustada.
—¿Qué ha pasado?
Ron ahogó un grito al mirar por el parabrisas, y Harry sacó la cabeza por la ventanilla en el preciso momento en que una rama, gruesa como una serpiente pitón, golpeaba en el coche destrozándolo. El árbol contra el que habían chocado les atacaba.
Todos los que habían estado totalmente perplejos comprendieron al mismo tiempo exactamente contra qué habían chocado Harry y Ron.
El tronco se había inclinado casi el doble de lo que estaba antes, y azotaba con sus nudosas ramas pesadas como el plomo cada centímetro del coche que tenía a su alcance.
—¡Aaaaag! —gritó Ron, cuando una rama retorcida golpeó en su puerta produciendo otra gran abolladura; el parabrisas tembló entonces bajo una lluvia de golpes de ramitas, y una rama gruesa como un ariete aporreó con tal furia el techo, que pareció que éste se hundía.
— ¿Pareció? Se hundió de verdad— bufó Harry.
—¡Escapemos! —gritó Ron, empujando la puerta con toda su fuerza, pero inmediatamente el salvaje latigazo de otra rama lo arrojó hacia atrás, contra el regazo de Harry.
— ¿Contra el regazo de Harry? — preguntó Fred.
— Mal momento para poneros románticos — dijo George, ganándose dos almohadas en la cara.
—¡Estamos perdidos! —gimió, viendo combarse el techo.
De repente el suelo del coche comenzó a vibrar: el motor se ponía de nuevo en funcionamiento.
—¡Marcha atrás! —gritó Harry, y el coche salió disparado. El árbol aún trataba de golpearles, y pudieron oír crujir sus raíces cuando, en un intento de arremeter contra el coche que escapaba, casi se arranca del suelo.
— ¿El coche os sacó de allí con solo decirle que diera marcha atrás? — preguntó Roger Davies. — ¡Genial!
—Por poco —dijo Ron jadeando—. ¡Así se hace, coche!
Algunos rieron.
El coche, sin embargo, había agotado sus fuerzas. Con dos golpes secos, las puertas se abrieron y Harry sintió que su asiento se inclinaba hacia un lado y de pronto se encontró sentado en el húmedo césped. Unos ruidos sordos le indicaron que el coche estaba expulsando el equipaje del maletero; la jaula de Hedwig salió volando por los aires y se abrió de golpe, y la lechuza salió emitiendo un fuerte chillido de enojo y voló apresuradamente y sin parar en dirección al castillo. A continuación, el coche, abollado y echando humo, se perdió en la oscuridad, emitiendo un ruido sordo y con las luces de atrás encendidas como en un gesto de enfado.
— Ahora me da mucha pena — dijo Lavender. Parvati asintió.
—¡Vuelve! —le gritó Ron, blandiendo la varita rota—. ¡Mi padre me matará!
Pero el coche desapareció de la vista con un último bufido del tubo de escape.
— Conseguisteis enfadar a un coche — rió Lee Jordan.
— Tú también te enfadarías si te estrellaran contra el sauce boxeador — le dijo Alicia Spinnet.
—¿Es posible que tengamos esta suerte? —preguntó Ron embargado por la tristeza mientras se inclinaba para recoger a Scabbers, la rata—. De todos los árboles con los que podíamos haber chocado, tuvimos que dar contra el único que devuelve los golpes.
Esta vez muchos rieron.
— Tenéis muy mala suerte — dijo Angelina.
— O muy buena — añadió Hermione. — Os podríais haber matado.
Se volvió para mirar el viejo árbol, que todavía agitaba sus ramas pavorosamente.
—Vamos —dijo Harry, cansado—. Lo mejor que podemos hacer es ir al colegio.
— Al fin alguien dice algo sensato — dijo la profesora McGonagall.
No era la llegada triunfal que habían imaginado. Con el cuerpo agarrotado, frío y magullado, cada uno cogió su baúl por la anilla del extremo, y los arrastraron por la ladera cubierta de césped, hacia arriba, donde les esperaban las inmensas puertas de roble de la entrada principal.
— La verdad, de triunfal no tiene nada — resopló Charlie.
—Me parece que ya ha comenzado el banquete —dijo Ron, dejando su baúl al principio de los escalones y acercándose sigilosamente para echar un vistazo a través de una ventana iluminada—. ¡Eh, Harry, ven a ver esto… es la Selección!
Harry se acercó a toda prisa, y juntos contemplaron el Gran Comedor.
Sobre cuatro mesas abarrotadas de gente, se mantenían en el aire innumerables velas, haciendo brillar los platos y las copas. Encima de las cabezas, el techo encantado que siempre reflejaba el cielo exterior estaba cuajado de estrellas.
Inmediatamente, más de la mitad de alumnos miraron al techo, comparándolo con el del libro. La fría mañana de diciembre no se asemejaba en nada a la noche llena de estrellas que acababan de leer.
A través de la confusión de los sombreros negros y puntiagudos de Hogwarts, Harry vio una larga hilera de alumnos de primer curso que, con caras asustadas, iban entrando en el comedor. Ginny estaba entre ellos; era fácil de distinguir por el color intenso de su pelo, que revelaba su pertenencia a la familia Weasley.
Ginny se tensó un poco, sorprendida de que Harry la hubiera estado mirando durante la selección cuando ni siquiera había estado en el comedor.
Mientras tanto, la profesora McGonagall, una bruja con gafas y con el pelo recogido en un apretado moño, ponía el famoso Sombrero Seleccionador de Hogwarts sobre un taburete, delante de los recién llegados.
— ¿Nadie estaba buscando a los dos alumnos que faltaban? — preguntó Umbridge inocentemente. Nadie le contestó.
Cada año, este sombrero viejo, remendado, raído y sucio, distribuía a los nuevos estudiantes en cada una de las cuatro casas de Hogwarts: Gryffindor, Hufflepuff, Ravenclaw y Slytherin. Harry se acordaba bien de cuando se lo había puesto, un año antes, y había esperado muy quieto la decisión que el sombrero pronunció en voz alta en su oído. Durante unos escasos y horribles segundos, había temido que lo fuera a destinar a Slytherin, la casa que había dado más magos y brujas tenebrosos que ninguna otra, pero había acabado en Gryffindor, con Ron, Hermione y el resto de los Weasley.
— Y dale — bufó, esta vez, Astoria Greengrass. — Los Slytherin no somos tan malos.
— Ha habido magos tenebrosos en todas las casas — dijo un Slytherin de sexto. — Incluso en Gryffindor.
— Hay gente malvada en todas partes — dijo otro Slytherin, esta vez de tercero. — No solo en Slytherin.
— Lo sé — dijo Harry, pensando en Peter Pettigrew. — Pero en aquel momento era lo que pensaba.
Si bien algunos lo miraron con reproche, muchos comprendían el punto de vista de Harry.
En el último trimestre, Harry y Ron habían contribuido a que Gryffindor ganara el campeonato de las casas, venciendo a Slytherin por primera vez en siete años.
— Y aún nos quedan muchos años por ganar — sonrió Lee Jordan. Varios Gryffindor asintieron y aplaudieron.
Habían llamado a un chaval muy pequeño, de pelo castaño, para que se pusiera el sombrero.
Todos los chicos castaños y bajitos de la edad de Ginny se miraron entre sí, preguntándose quién de ellos sería el que acababa de ser mencionado.
Harry desvió la mirada hacia el profesor Dumbledore, el director, que se hallaba contemplando la Selección desde la mesa de los profesores, con su larga barba plateada y sus gafas de media luna brillando a la luz de las velas. Varios asientos más allá, Harry vio a Gilderoy Lockhart, vestido con una túnica color aguamarina. Y al final estaba Hagrid, grande y peludo, apurando su copa.
Muchos rieron ante la descripción de Harry.
—Espera… —dijo Harry a Ron en voz baja—. Hay una silla vacía en la mesa de los profesores. ¿Dónde está Snape?
— Creo que ahora se responderá a su pregunta, Dolores — dijo Dumbledore.
Severus Snape era el profesor que menos le gustaba a Harry.
— Pues creo que no te va a tomar mucho aprecio después de leer los libros — le dijo Bill. Harry hizo una mueca. No quería gustarle a Snape, se conformaba con que dejara de hacer que las clases de pociones fueran torturas semanales.
Aunque, comparadas con los castigos de Umbridge, que eran torturas literales, preferida las clases de pociones.
Y Harry resultó ser el alumno que menos le gustaba a Snape, que daba clase de Pociones y era cruel, sarcástico y sentía aversión por todos los alumnos que no fueran de Slytherin, la casa a la que pertenecía.
— No, definitivamente no te va a coger mucho cariño — murmuró Hermione con una mueca. Snape fulminaba a Harry con la mirada.
—¡A lo mejor está enfermo! —dijo Ron, esperanzado.
— Ojala — dijo Sirius.
—¡Quizá se haya ido —dijo Harry—, porque tampoco esta vez ha conseguido el puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras!
— Y si Dumbledore tiene sentido común, jamás lo hará — afirmo Sirius. Snape lo fulminaba con la mirada.
— Te aconsejaría que cierres la boca, Black — dijo, usando el tono de voz que provocaba pesadillas a muchos alumnos. — No eres quien para hablar de sentido común.
— ¿Qué insinúas? — pregunto Sirius. Iba a ponerse en pie, pero Lupin lo agarró del brazo y lo obligó a quedarse en su sitio. Muchos volvían a mirar a Sirius con cautela, pero parecía que Snape les daba incluso más miedo.
— Por favor — interrumpió Dumbledore. — Señores, concentrémonos en la lectura.
Ambos magos se miraron con odio antes de volver a dirigir su atención a Kingsley.
—O quizá lo han echado —dijo Ron con entusiasmo—. Como todo el mundo lo odia…
Muchos hacían muecas de dolor al saber que Snape estaba escuchando toda la conversación. Sin embargo, el profesor estaba tan enfadado con Sirius que parecía que las palabras de Harry y Ron apenas le importaban. La tensión era casi palpable.
—O tal vez —dijo una voz glacial detrás de ellos— quiera averiguar por qué no habéis llegado vosotros dos en el tren escolar.
Sin embargo, ningún alumno estaba preparado para saber que Snape lo había escuchado todo en persona. Muchos se quedaron con la boca abierta, algunos hasta se tapaban la cara con las manos.
— No me puedo creer que sigáis vivos después de eso — murmuró Dean. — ¿Cómo sobrevivisteis a la ira de Snape?
— Fue un milagro — dijo Ron, también en voz baja.
Harry se dio media vuelta. Allí estaba Severus Snape, con su túnica negra ondeando a la fría brisa. Era un hombre delgado de piel cetrina, nariz ganchuda y pelo negro y grasiento que le llegaba hasta los hombros,
Sirius soltó una risotada.
—Hasta un niño de segundo se dio cuenta de lo del pelo de Snivel…
El profesor Snape se levantó de un salto, apuntando a Sirius con la varita. Todas las personas que parecían divertidas por la descripción del libro dejaron de sonreír inmediatamente. Algunos parecieron muy alarmados.
—Una sola palabra más y desearás que esos dementores te hubieran atrapado hace dos años —Snape habló con el tono que normalmente reservaba para sus clases con los Gryffindor. Sin embargo, en esta ocasión había algo diferente en su voz. Solo algunos pudieron darse cuenta de que cada palabra parecía irradiar odio puro hacia Sirius Black.
—¿Ah, sí? —Sirius se levantó de su lugar junto a Lupin, quien intentaba en vano que retomara su asiento. —¿Y qué vas a hacerme, eh?
—Suficiente —intervino Dumbledore, sin moverse de su lugar. Harry notó que sus ojos perdían brillo al mirar a sus dos antiguos alumnos. —Espero que recordéis que sois adultos y os comportéis como tales.
—No toleraré ningún insulto hacia mi persona, profesor — dijo Snape con voz gélida, aunque había bajado ligeramente la varita.
—Estoy seguro de que Sirius no volverá a dejarse llevar de esa manera. ¿No es así? —preguntó Dumbledore con la mirada fija en Sirius, quien parecía listo para replicar algo hiriente contra Snape. Sin embargo, y para sorpresa de Harry, su padrino respiró hondo antes de asentir bruscamente, como si le doliera hacerlo.
Tras esta escena que, para tantos alumnos, parecía completamente surrealista, Sirius y Snape volvieron a sentarse en sus respectivos sitios. Sirius volvió a sentarse junto a Remus y Kingsley siguió leyendo. La gente estaba algo aturdida por lo que acababa de pasar, aunque no más que Harry, quien no entendía por qué Sirius no había contestado nada. Si por algo se caracterizaba su padrino era por decir cosas sin pensar en las consecuencias. ¿A qué venía esa muestra repentina de madurez?
y en aquel momento sonreía de tal modo que Ron y Harry comprendieron inmediatamente que se habían metido en un buen lío.
— Snape sonriendo, qué mal rollo – dijo Lee Jordan en voz baja.
—Seguidme —dijo Snape.
Sin atreverse a mirarse el uno al otro, Harry y Ron siguieron a Snape escaleras arriba hasta el gran vestíbulo iluminado con antorchas, donde las palabras producían eco. Un delicioso olor de comida flotaba en el Gran Comedor, pero Snape los alejó de la calidez y la luz y los condujo abajo por la estrecha escalera de piedra que llevaba a las mazmorras.
— Le pega — bufó Sirius en un susurro, aunque Harry pudo oírlo- — El murciélago de las mazmorras se lleva a su presa a la oscuridad…
Remus le susurró algo para que se callara y Sirius, con la expresión de un niño al que le han quitado un juguete, volvió a prestar atención a la lectura.
Sin embargo, ahora muchos alumnos volvían a mostrarse cautelosos ante la presencia de Sirius. Harry suspiró. ¿De qué le había servido leer frente a todos para que se tranquilizaran si iba a comportarse así después?
—¡Adentro! —dijo, abriendo una puerta que se encontraba a mitad del frío corredor, y señalando su interior.
Entraron temblando en el despacho de Snape.
— Pobrecitos — dijo una chica de séptimo de Hufflepuff.
Los sombríos muros estaban cubiertos por estantes con grandes tarros de cristal, dentro de los cuales flotaban cosas verdaderamente asquerosas, cuyo nombre en aquel momento a Harry no le interesaba en absoluto. La chimenea estaba apagada y vacía. Snape cerró la puerta y se volvió hacia ellos.
—Así que —dijo con voz melosa— el tren no es un medio de transporte digno para el famoso Harry Potter y su fiel compañero Weasley. Queríais hacer una llegada a lo grande, ¿eh, muchachos?
Esta vez, nadie defendió a Harry y Ron. Los que lo habrían hecho no se atrevían porque podían ver que Snape estaba de un humor de perros. Y, además, muchos pensaban que los chicos habían sido algo estúpidos al coger el coche en vez de esperar a los Weasley, si bien el viaje había resultado muy emocionante.
—No, señor, fue la barrera en la estación de King's Cross lo que…
—¡Silencio! —dijo Snape con frialdad—. ¿Qué habéis hecho con el coche?
Ron tragó saliva. No era la primera vez que a Harry le daba la impresión de que Snape era capaz de leer el pensamiento.
Sirius bufó, pero no dijo nada al ver la mirada severa de Remus.
Pero enseguida comprendió, cuando Snape desplegó un ejemplar de El Profeta Vespertino de aquel mismo día.
—Os han visto —les dijo enfadado, enseñándoles el titular:
«MUGGLES» DESCONCERTADOS POR UN FORD ANGLIA VOLADOR
— Qué mala suerte — dijo Colin.
— No es mala suerte — replicó Hermione. — Era obvio que pasaría.
Ni Harry ni Ron pudieron argumentar en su contra.
Y comenzó a leer en voz alta:
—«En Londres, dos muggles están convencidos de haber visto un coche viejo sobrevolando la torre del edificio de Correos (…) al mediodía en Norfolk, la señora Hetty Bayliss, al tender la ropa (…) y el señor Angus Fleet, de Peebles, informaron a la policía, etcétera.» En total, seis o siete muggles. Tengo entendido que tu padre trabaja en el Departamento Contra el Uso Incorrecto de los Objetos Muggles —dijo, mirando a Ron y sonriendo de manera aún más desagradable—. Vaya, vaya…, su propio hijo…
Ron se ruborizó como si la escena estuviera sucediendo en el presente.
Harry sintió como si una de las ramas más grandes del árbol furioso le acabara de golpear en el estómago. Si alguien averiguara que el señor Weasley había encantado el coche… No se le había ocurrido pensar en eso…
Arthur les sonrió a los dos, quienes no se atrevían a mirarle a los ojos. A pesar de que habían pasado varios años, la vergüenza y el arrepentimiento por haber puesto al señor Weasley en semejante apuro todavía les corroía.
—He percibido, en mi examen del parque, que un ejemplar muy valioso de sauce boxeador parece haber sufrido daños considerables —prosiguió Snape.
—Ese árbol nos ha hecho más daño a nosotros que nosotros a… —se le escapó a Ron.
Algunos rieron, incluido Sirius. Snape lo fulminó con la mirada.
—¡Silencio! —interrumpió de nuevo Snape—. Por desgracia, vosotros no pertenecéis a mi casa, y la decisión de expulsaros no me corresponde a mí. Voy a buscar a las personas a quienes compete esa grata decisión. Esperad aquí.
— Menudo drama queen — dijo Sirius. — ¿Qué? — añadió, viendo la cara de exasperación de Lupin. — Obviamente no los expulsó.
— Si tuviera esa competencia, Black, te aseguro que Potter y Weasley no estarían aquí a día de hoy — le espetó Snape.
Kingsley siguió leyendo antes de que se pudiera formar otra pelea.
Ron y Harry se miraron, palideciendo. Harry ya no sentía hambre, sino un tremendo mareo. Trató de no mirar hacia el estante que había detrás del escritorio de Snape, donde en un gran tarro con líquido verde flotaba una cosa muy larga y delgada. Si Snape había ido en busca de la profesora McGonagall, jefa de la casa Gryffindor, su situación no iba a mejorar mucho. Ella podía ser mejor que Snape, pero era muy estricta.
McGonagall parecía muy satisfecha con la imagen que los alumnos tenían de ella.
Diez minutos después, Snape volvió, y se confirmó que era la profesora McGonagall quien lo acompañaba. Harry había visto en varias ocasiones a la profesora McGonagall enfadada, pero, o bien había olvidado lo tensos que podía poner los labios, o es que nunca la había visto tan enfadada.
— Era lo segundo — le aseguró Ron.
Ella levantó su varita al entrar. Harry y Ron se estremecieron, pero ella simplemente apuntaba hacia la chimenea, donde las llamas empezaron a brotar al instante.
— Jamás atacaría a un alumno — dijo ella, algo ofendida.
—Sentaos —dijo ella, y los dos se retiraron a dos sillas que había al lado del fuego—. Explicaos —añadió. Sus gafas brillaban inquietantemente.
Ron comenzó a narrar toda la historia, empezando por la barrera de la estación, que no les había dejado pasar.
—… así que no teníamos otra opción, profesora, no pudimos coger el tren.
—¿Y por qué no enviasteis una carta por medio de una lechuza? Imagino que tenéis alguna lechuza —dijo fríamente la profesora McGonagall a Harry.
— ¿O por qué no esperasteis a los Weasley? — dijo Zacharias Smith.
— Teníais varias opciones — les reprochó la señora Weasley.
Los dos chicos bajaron la cabeza, conscientes de lo estúpida que había sido su decisión.
Harry se quedó mirándola con la boca abierta. Ahora que la profesora lo mencionaba, parecía obvio que aquello era lo que tenían que haber hecho.
—No-no lo pensé…
—Eso —observó la profesora McGonagall— es evidente.
Algunos rieron.
Llamaron a la puerta del despacho y Snape la abrió, más contento que unas pascuas.
— ¿Snape? ¿Contento? — dijo Ginny en voz baja. — Eso sí que es un milagro.
Harry y Ron tuvieron que luchar para no sonreír.
Era el director, el profesor Dumbledore. Harry tenía todo el cuerpo agarrotado. La expresión de Dumbledore era de una severidad inusitada. Miró de tal forma a los dos alumnos que tenía debajo de su gran nariz aguileña, que en aquel momento Harry habría preferido estar con Ron recibiendo los golpes del sauce boxeador.
En el presente, Harry preferiría estar pegándole los golpes a Dumbledore.
Espera. ¡No! Claro que no. Vale que estaba enfadado con él, pero nunca le pegaría.
Alarmado, se dio cuenta de que su rencor hacia Dumbledore no hacía más que acumularse.
Hubo un prolongado silencio, tras el cual Dumbledore dijo: —Por favor, explicadme por qué lo habéis hecho.
Habría sido preferible que hubiera gritado. A Harry le pareció horrible el tono decepcionado que había en su voz. No sabía por qué, pero no podía mirar a Dumbledore a los ojos, y habló con la mirada clavada en sus rodillas.
Y ahora era Dumbledore quien no le miraba a los ojos, pensó Harry. No entendía por que le importaba tanto. ¿Qué más daba si el director lo odiaba por haber arruinado su reputación? Tendría que aprender a vivir con ello.
Se lo contó todo a Dumbledore, salvo lo de que el señor Weasley era el propietario del coche encantado, simulando que Ron y él se habían encontrado un coche volador a la salida de la estación.
— Lo más normal del mundo — ironizo Fred.
Supuso que Dumbledore les interrogaría inmediatamente al respecto, pero Dumbledore no preguntó nada sobre el coche. Cuando Harry acabó, el director simplemente siguió mirándolos a través de sus gafas.
—Iremos a recoger nuestras cosas —dijo Ron en un tono de voz desesperado.
— Qué pena — dijo Lavender.
Ron se sonrojó.
—¿Qué quieres decir, Weasley? —bramó la profesora McGonagall.
—Bueno, nos van a expulsar, ¿no? —dijo Ron. Harry miró a Dumbledore.
—Hoy no, señor Weasley —dijo Dumbledore—. Pero quiero dejar claro que lo que habéis hecho es muy grave. Esta noche escribiré a vuestras familias. He de advertiros también que si volvéis a hacer algo parecido, no tendré más remedio que expulsaros.
Ron le susurró a Harry:
— Lo increíble es que sigamos en Hogwarts.
Harry no podía estar más de acuerdo.
Por la expresión de Snape, parecía como si sólo se hubieran suprimido las Navidades. Se aclaró la garganta y dijo:
—Profesor Dumbledore, estos muchachos han transgredido el decreto para la restricción de la magia en menores de edad, han causado daños graves a un árbol muy antiguo y valioso… Creo que actos de esta naturaleza…
— Que patético — dijo Sirius. Sin embargo, como habló en voz baja, Snape no se enteró, para alivio de Harry y de Remus.
—Corresponderá a la profesora McGonagall imponer el castigo a estos muchachos, Severus —dijo Dumbledore con tranquilidad—. Pertenecen a su casa y están por tanto bajo su responsabilidad. —Se volvió hacia la profesora McGonagall—. Tengo que regresar al banquete, Minerva, he de comunicarles unas cuantas cosas. Vamos, Severus, hay una tarta de crema que tiene muy buena pinta y quiero probarla.
Algunos rieron.
Harry volvió a escuchar a Parvati y Lavender soltar risitas cómplices. Recordando lo que le habían explicado sobre los efectos de la voz de Kingsley en la población femenina del colegio, no pudo evitar sonrojarse un poco.
Al salir del despacho, Snape dirigió a Ron y Harry una mirada envenenada. Se quedaron con la profesora McGonagall, que todavía los miraba como un águila enfurecida.
— Vaya descripción — dijo la profesora Sprout, divertida. McGonagall la miró mal.
—Lo mejor será que vayas a la enfermería, Weasley, estás sangrando.
—No es nada —dijo Ron, frotándose enseguida con la manga la herida que tenía en la ceja—. Profesora, quisiera ver la selección de mi hermana.
Ginny le sonrió.
—La Ceremonia de Selección ya ha concluido —dijo la profesora McGonagall—. Tu hermana está también en Gryffindor.
—¡Bien! —dijo Ron.
— No podía ser de otra manera — dijo Bill, orgulloso.
—Y hablando de Gryffindor… —empezó a decir severamente la profesora McGonagall.
Pero Harry la interrumpió.
—Profesora, cuando nosotros cogimos el coche, el curso aún no había comenzado, así que, en realidad, a Gryffindor no habría que quitarle puntos, ¿no? — dijo, mirándola con temor.
— Buen argumento — rió Oliver Wood. — ¿Funcionó?
La profesora McGonagall le dirigió una mirada penetrante, pero Harry estaba seguro de que había estado a punto de sonreír. Tenía los labios menos tensos, eso era evidente.
—No quitaremos puntos a Gryffindor —dijo ella, y Harry se sintió muy aliviado —. Pero vosotros dos seréis castigados.
— No me puedo creer que funcionara — dijo Angelina. McGonagall no dijo nada para justificar su decisión.
Eso era menos malo de lo que Harry se había temido. En cuanto a que Dumbledore escribiera a los Dursley, le daba lo mismo. Harry sabía perfectamente que los Dursley lamentarían que el sauce boxeador no lo hubiera aplastado.
Sirius gruñó, pero no fue el único. A lo largo del comedor, muchas personas bufaron, resoplaron o soltaron improperios contra los Dursley. Parecía que los odiaban más que a Voldemort.
La profesora McGonagall volvió a levantar su varita y apuntó con ella al escritorio de Snape. Sonó un ¡plop! y apareció un gran plato de emparedados, dos copas de plata y una jarra de zumo frío de calabaza.
— ¿Cómo es eso posible? — preguntó una chica de cuarto. — ¿No se supone que es imposible hacer que la comida aparezca de la nada?
— No creé la comida desde cero — explicó McGonagall. — Solo la hice aparecer desde las cocinas.
—Comeréis aquí y luego os iréis directamente al dormitorio —indicó—. Yo también tengo que volver al banquete.
Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Ron profirió un silbido bajo y prolongado.
—Creí que no nos salvábamos —dijo, cogiendo un emparedado.
—Y yo también —contestó Harry, haciendo lo mismo.
— Tuvisteis mucha suerte — dijo Dean.
—Pero ¿cómo es posible que tengamos tan mala suerte? —dijo Ron con la boca llena de jamón y pollo—.
Dean y Ron se sonrieron por la coincidencia.
Fred y George deben de haber volado en ese coche cinco o seis veces y nunca los ha visto ningún muggle.
Molly pareció furiosa, pero no dijo nada. Harry suponía que se guardaría esa información para cuando no estuvieran en público.
—Tragó y volvió a dar otro bocado—. ¿Y por qué no pudimos atravesar la barrera?
Harry se encogió de hombros.
—Tendremos que andarnos con mucho cuidado de ahora en adelante —dijo, tomando un refrescante trago de zumo de calabaza—. Si al menos hubiéramos podido subir al banquete…
—Ella no quería que hiciéramos ningún alarde —dijo Ron inteligentemente—. No quiere que nadie llegue a pensar que está bien eso de llegar volando en un coche.
— Porque no está bien — afirmo McGonagall. — Que quede claro. Que ellos dos se libraran de ser expulsados no quiere decir que cualquier futuro alumno que decida hacer lo mismo no vaya a ser expulsado del colegio.
Cuando hubieron comido todos los emparedados que podían (en el plato iban apareciendo más, conforme los engullían),
— Genial — dijo un chico de primero de Hufflepuff.
se levantaron y salieron del despacho, y tomaron el camino que llevaba a la torre de Gryffindor. El castillo estaba en calma, parecía que el banquete había concluido. Pasaron por delante de retratos parlantes y armaduras que chirriaban, y subieron por las escaleras de piedra hasta que llegaron finalmente al corredor donde, oculta detrás de una pintura al óleo que representaba a una mujer gorda vestida con un vestido de seda rosa, estaba la entrada secreta a la torre de Gryffindor.
—La contraseña —exigió ella, al verlos acercarse.
— Nuestra entrada es mejor — dijo un Ravenclaw. — Nos hace preguntas y tenemos que darle una respuesta lógica.
— ¿Y qué pasa si no sabes la respuesta? — preguntó Hannah Abbott.
— Que te quedas esperando a que alguien te abra la puerta — respondió Terry Boot.
—Esto… —dijo Harry.
No conocían la contraseña del nuevo curso, porque aún no habían visto a ningún prefecto, pero casi al instante les llegó la ayuda; detrás de ellos oyeron unos pasos veloces y al volverse vieron a Hermione que corría a ayudarles.
—¡Estáis aquí! ¿Dónde os habíais metido? Corren los rumores más absurdos… Alguien decía que os habían expulsado por haber tenido un accidente con un coche volador.
—Bueno, no nos han expulsado —le garantizó Harry.
Muchos rieron.
—¿Quieres decir que habéis venido hasta aquí volando? —preguntó Hermione, en un tono de voz casi tan duro como el de la profesora McGonagall.
— Necesitas relajarte, Hermione — dijo Sirius. Ella no pareció muy contenta.
—Ahórrate el sermón —dijo Ron impaciente— y dinos cuál es la nueva contraseña.
—Es «somormujo» —dijo Hermione deprisa—, pero ésa no es la cuestión…
— Les dijiste la contraseña demasiado pronto — dijo Tonks, comprensiva. Hermione hizo una mueca.
No pudo terminar lo que estaba diciendo, sin embargo, porque el retrato de la señora gorda se abrió y se oyó una repentina salva de aplausos. Al parecer, en la casa de Gryffindor todos estaban despiertos y abarrotaban la sala circular común, de pie sobre las mesas revueltas y las mullidas butacas, esperando a que ellos llegaran. Unos cuantos brazos aparecieron por el hueco de la puerta secreta para tirar de Ron y Harry hacia dentro, y Hermione entró detrás de ellos.
Harry y Ron no pudieron evitar sonreír al recordarlo, si bien enseguida tuvieron que controlar sus facciones para que no se notara, porque tanto Snape como McGonagall los miraban con severidad.
—¡Formidable! —gritó Lee Jordan—. ¡Soberbio! ¡Qué llegada! Habéis volado en un coche hasta el sauce boxeador. ¡La gente hablará de esta proeza durante años!
— Qué gran verdad — rió Lee Jordan. — Años después y aquí estamos, leyendo ese momento.
—¡Bravo! —dijo un estudiante de quinto curso con quien Harry no había hablado nunca.
Alguien le daba palmadas en la espalda como si acabara de ganar una maratón. Fred y George se abrieron camino hasta la primera fila de la multitud y dijeron al mismo tiempo:
—¿Por qué no nos llamasteis?
— No teníamos como hacerlo — respondió Ron.
— Y ya estabais en el tren — añadió Harry. — Además, no fue un viaje planeado.
— Ahora ya lo sabemos — dijo Fred, sacándoles la lengua.
Ron estaba azorado y sonreía sin saber qué decir. Harry se fijó en alguien que no estaba en absoluto contento. Al otro lado de la multitud de emocionados estudiantes de primero, vio a Percy que trataba de acercarse para reñirles.
Percy se sobresaltó al volver a escuchar su nombre. Había pensado que no se le volvería a mencionar en este capítulo.
Harry le dio a Ron con el codo en las costillas y señaló a Percy con la cabeza. Inmediatamente, Ron entendió lo que le quería decir.
Harry recordó la carta que Percy le había escrito a Ron, tachándole de mala influencia. Leyendo esa frase, no le sorprendería que Percy estuviera pensando en ese momento que sus argumentos de la carta estaban siendo justificados.
Sin embargo, no era así. Percy no estaba pensando que Harry era mala influencia, sino que, por una vez, estaba comprendiendo la situación desde el punto de vista de su hermano y de Harry. Eran niños de segundo huyendo de un prefecto, no criminales rompiendo las leyes.
—Tenemos que subir…, estamos algo cansados —dijo, y los dos se abrieron paso hacia la puerta que había al otro lado de la estancia, que daba a una escalera de caracol y a los dormitorios.
—Buenas noches —dijo Harry a Hermione, volviéndose. Ella tenía la misma cara de enojo que Percy.
—Eso era la envidia — dijo Lavender — porque ella no estuvo en el coche volador.
Hermione bufó y abrió la boca para responderle, pero Kingsley siguió leyendo.
Consiguieron alcanzar el otro extremo de la sala común, recibiendo palmadas en la espalda, y al fin llegaron a la tranquilidad de la escalera. La subieron deprisa, derechos hasta el final, hasta la puerta de su antiguo dormitorio, que ahora lucía un letrero que indicaba «Segundo curso». Penetraron en la estancia que ya conocían; tenía forma circular, con sus cinco camas adoseladas con terciopelo rojo y sus ventanas elevadas y estrechas. Les habían subido los baúles y los habían dejado a los pies de sus camas respectivas.
Ron sonrió a Harry con una expresión de culpabilidad.
—Sé que no tendría que haber disfrutado de este recibimiento, pero la verdad es que…
— Al menos lo sabíais — resopló Molly.
La puerta del dormitorio se abrió y entraron los demás chicos del segundo curso de la casa Gryffindor: Seamus Finnigan, Dean Thomas y Neville Longbottom.
—¡Increíble! —dijo Seamus sonriendo.
—¡Formidable! —dijo Dean.
—¡Alucinante! —dijo Neville, sobrecogido.
Harry no pudo evitarlo. Él también sonrió.
También sonreía en el presente, aunque trataba de que no se notara mucho.
— Aquí termina — anunció Kingsley. Dumbledore se puso en pie.
— Creo que ya va siendo hora de comer, ¿no os parece? — dijo, sonriente. — Hagamos un descanso.
●LA HISTORIA NO ES MÍA, LA PUEDEN ENCONTRAR ORIGINALMENTE EN FANFICTION AUTORA REAL: Luxerii
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